domingo, 19 de septiembre de 2010

Para una justicia más justa


Una nota igual, pero con comentario diferente, la había incluido en este blog el año pasado.

En “Memorias de Adriano”, nos relata Marguerite Yourcenar:

“En España, cerca de Tarragona, un día que visitaba una mina semi abandonada, un esclavo cuya larga vida había transcurrido casi por completo en los corredores subterráneos, se lanzó sobre mí armado de un cuchillo. Muy lógicamente, se vengaba en la persona del emperador de sus cuarenta y tres años de servidumbre. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi médico; su furor se calmó, y acabó convirtiéndose en lo que verdaderamente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemente aplicada hubiera mandado ejecutar de inmediato, se convirtió en un servidor útil. Casi todos los hombres se parecen a ese esclavo; viven demasiado sometidos, y sus largos períodos de embotamiento se ven interrumpidos por sublevaciones tan brutales como inútiles”. (Memorias de Adriano. Editorial Planeta, página 97)

La pregunta que surge después de leer este texto es: ¿no sería conveniente pensar en formas más civilizadas de aplicar la justicia y dirimir los conflictos? ¿No habrá otras formas diferentes a la de manejar el miedo?

A nuestro conflicto colombiano ¿no será posible buscarle otra solución? Nos estamos gastando un 6% del PIB en una guerra que se alarga sin resolverse. Según la periodista Cristina de la Torre, en los ocho años del Gobierno del doctor Uribe nos gastamos la friolera de cien mil millones de dólares en asuntos militares. Contamos con uno de los ejércitos más grandes del mundo, siendo un país pobre. ¿No estaremos engañados con nuestra percepción del problema? Invirtiendo en escuelas, salud, vivienda y empleo; distribuyendo racionalmente la riqueza; atacando la corrupción y creando un mejor ambiente social ¿no quedarían desarmados los que cometen toda clase de atropellos en nombre de la causa de los pobres?

Pero, claro, es más lucrativo el negocio de la guerra. Les da mucho rédito a los políticos que la presentan como inevitable, y no resuelve ninguno de nuestros problemas estructurales. Y de otra parte mantiene ocupados y bien remunerados a los militares que intervienen en ella.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Releer


En una conferencia que les dictó Thomas Mann a los estudiantes de la Universidad de Princeton (USA) el 10 de mayo de 1939, les dijo:

“¿Qué puedo decir sobre el libro (La Montaña Mágica) y sobre cómo hay que leerlo? Comienzo haciendo una exigencia muy arrogante, a saber, la de leerlo dos veces. Esta exigencia se retirará naturalmente de inmediato en el caso que la primera lectura haya resultado aburrida. El arte no debe ser tarea escolar ni aburrimiento [...], sino que quiere y debe deparar alegría, debe entretener y dar vida, y aquél sobre el cual una obra determinada no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra. Pero al que haya llegado al final de La montaña mágica le recomiendo leerla de nuevo, porque su forma especial, su carácter en cuanto composición, implica que el placer del lector aumentará y se profundizará en la segunda lectura ~del mismo modo que hay que conocer una pieza de música para poder disfrutarla plenamente.”

Creo que una de las principales causas de que El Quijote sea poco leído en nuestro medio es que en los colegios han obligado a los estudiantes a leerlo. Y el arte está hecho para divertir, como dice Thomas Mann. Entre leer y releer existe, a mi juicio, la diferencia que hay entre la primera y la segunda vez que gozamos del amor de una mujer que nos gusta mucho. La primera vez, el afán de gozar de aquello tan maravilloso que nos ofrecen nos impide entrar en el detalle. En cambio, la segunda vez detallamos y gozamos.

¡Les queda de tarea indagar qué es el detalle!

Y entre otras cosas, ahora se habla de enseñar ajedrez en las escuelas; obligatoriamente, como otra materia cualquiera. No creo que los profesores cansones puedan acabar con el ajedrez, pero sí hacérselo aburridor a los muchachos.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Nicolás y Alejandra (II)


El señor Robert Massie se documentó al detalle en una época en la que era difícil hacerlo. Cuando empezó a escribir su libro existía la Unión Soviética y muchos de los documentos estaban vedados. Sin embargo nos muestra documentos como el reporte diario que los policías le entregaban a su jefe. Por orden de la zarina, Rasputín era protegido, pero sus pasos eran seguidos al detalle por orden de algún ministro.

En el desconcierto en que vivía su esposo, Alejandra de carácter más fuerte y decidido tomaba decisiones importantes, con total desconocimiento.

Puede decirse que el drama que vivían el zar y la zarina, al mando de un gobierno que no controlaban plenamente, labor que tampoco desempeñaban a satisfacción y para la que no estaban preparados, los hizo de alguna manera defenderse y vivir en cierto aislamiento en Tsárskoie Seló, uno de los palacios del zar, cercano a San Petersburgo, capital del imperio por esos días. “Tsárskoie Seló era un mundo aparte, un país feérico al cual sólo tenía derecho de entrada un reducidísimo número de personas… Se convirtió en un lugar legendario. Para los monárquicos leales era una especie de paraíso terrenal, la morada de los dioses terrestres. Para los revolucionarios, un lugar siniestro, en el cual unos tiranos sedientos de sangre tramaban sus nefandos enjuagues contra el pueblo inocente” (pag. 141), escribió Gleb Botkyn, hijo de uno de los médicos de la corte de Nicolás II. Además durante muchos años quisieron ocultar la enfermedad del zarevith y entonces qué mejor que vivir lejos de los tumultos de la ciudad. Pero en un sentido más amplio, Tsárskoie Seló fue un refugio y a la vez una cárcel para ellos. En medio de la abundancia y el lujo, con más de 200 criados a su servicio, arrastraban una vida triste.

martes, 7 de septiembre de 2010

Nicolas y Alejandra (I)


“Nicolás y Alejandra”. Autor: Robert Massie. Premio Pulitzer. Editorial Vergara. Aparecido en inglés en 1967 y en español en 1983. 553 páginas.

¿Cuál es el tema del libro? ¿Quiénes son o quiénes fueron Nicolás y Alejandra?

Nicolás fue el último zar que tuvo Rusia. Y Alejandra, su esposa.

Nicolás II, como se llamó después de la coronación, pertenecía a la dinastía Romanov, familia que gobernó a Rusia durante algo más de 300 años. Esta dinastía empieza en el año 1613, con Miguel Romanov, y termina con Nicolás II, en marzo de 1917, en vísperas de la revolución de octubre. Entre los exponentes más sobresalientes de la familia Romanov tenemos a Pedro El Grande, zar que llevó a cabo un proceso de occidentalización y expansión que sacó a Rusia de un atraso de siglos; una de sus obras colosales fue la construcción de San Petersburgo, cuyo modelo copió de Ámsterdam, y cuya construcción dirigió personalmente, garrote en mano; un hombre que con toda razón merece el apelativo de grande. También Catalina II o Catalina La Grande fue una Romanov y llevó a cabo importantísimas reformas y muchas guerras en las que anexó enormes territorios. Otro Romanov famoso, pero por la violencia que desencadenó, fue Iván El Terrible, que se excedió en sus locuras y entre sus múltiples víctimas incluyó a uno de sus hijos.

Más que por alguna obra especial de su gobierno, pienso que la razón por la que se les recuerda a Nicolás y Alejandra es porque fueron los últimos zares. A ellos les tocó vivir un período en el que las monarquías habían empezado a caer. La primera y más famosa fue Francia. Pero pocos años después en Europa había más Repúblicas que Reinados.

Es bien sabido que después de su derrocamiento por el gobierno provisional de Kerensky, el zar y su familia fueron detenidos; y un tiempo después, con la llegada del gobierno de los Soviets, fusilados.

Débil de carácter y sin ninguna preparación para manejar un imperio tan vasto, Nicolás fue mal aconsejado y cometió un primer error importante en 1905, al declararle la guerra al Japón, guerra que consideró ganada antes de empezarla, y que fue un completo fiasco; no sólo perdió territorio y poder internamente sino el 70% de la flota naval. Para compensar ese debilitamiento interno aceptó a regañadientes la creación de la Duma, una especie de congreso del pueblo; un intento vano, pienso yo, de democratizar la autocracia. Tiempo después, en julio de 1914, cometió su segundo y último error, la declaración de guerra a Alemania; guerra que según sus asesores demoraría a lo sumo seis meses para ganarla. Tres años después, con el ejército diezmado, las aldeas llenas de viudas y huérfanos, las finanzas en bancarrota y el pueblo hambriento pagó su torpeza con la caída estrepitosa de su Gobierno.

Pero todo esto es conocido. No hay necesidad de leer el libro para saberlo.

Pienso que lo que el libro nos muestra con lujo de detalles es la vida personal y familiar de los zares; cómo la debilidad de Nicolás y la religiosidad de Alejandra, la hemofilia de Alexis, su adorado hijo menor, el heredero del trono, nacido después de cuatro hijas mujeres, los llevó a depositar todas sus esperanzas en personajes tan oscuros como Rasputín, un campesino siberiano, que practicaba una religión muy particular. Según dicha religión, las puertas del cielo se abrían pecando.

Y Rasputín, algo dado al libertinaje, en medio de tanta mujer bella como tenía la corte, les ofrecía a un mismo tiempo el pecado y la salvación, y por este medio parece que logró abrirles el camino al cielo a más de una. Y él, se labró el suyo aquí en la tierra, a la sombra de los zares. Tenía poderes hipnóticos y parece que por este medio le ayudó a Alexis a sobrellevar su enfermedad. En los momentos de crisis más agudas, al primero que llamaba la zarina era al staretz, como se les dice en Rusia a los monjes famosos por su santidad; los médicos venían después.

Aunque era creencia popular que el staretz también se esmeraba por la salvación del alma de la zarina, no hay pruebas de esto. Antes de su detención la zarina quemó toda la correspondencia que la pudiera comprometer. Lo que sí sabemos es que llegó a tener tal predominio sobre ella que imponía ministros, que probablemente tenían poco conocimiento de sus carteras, pero que por cualquier razón le simpatizaban a Rasputín.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Es normal que sean anormales


En su calidad de ruso, el autor de Lolita, Vladimir Nabokov, parece que fue un ajedrecista notable; compuso problemas y escribió una novela que tiene por tema el ajedrez (La defensa de Luzhin). En una de las pocas entrevistas que concedió en 1975, cuando le preguntaron qué pensaba sobre Bobby Fisher, respondió:

“…es un ser extraño. Pero no tiene nada de anormal que un jugador de ajedrez no sea normal. Se dio el caso del gran Rubinstein, a principios de siglo. Del manicomio donde solía vivir, una ambulancia lo llevaba cada día a la sala del café donde se celebraba el torneo y después lo devolvía a su casilla negra, después del juego. No le gustaba ver a su adversario, pero una silla vacía más allá de su tablero todavía le irritaba más. Entonces ponían un espejo y el veía su reflejo o quizá al auténtico Rubinstein”.

El del polaco Rubinstein, famoso jugador de comienzos del siglo 20, no es el único caso de locura en la Historia del ajedrez. Ya la había sufrido unos años antes Morphy. Después Capablanca sufrió cierto delirio de grandeza, que le hizo creer que no tenía rivales, lo que le costó el título de campeón mundial en 1927. También Fisher, tras arrebatarle el título mundial a Spassky, entró en el trance que Freud llamó “los que fracasan al triunfar”; cuando Karpov ganó justamente el derecho a retarlo, sacó toda clase de disculpas para evitar el encuentro. Y a propósito de Alekhine dice Alexander Koblenz, famoso entrenador ruso de campeones: "su tragedia personal fue que en toda su vida no había tenido amigos. Nunca le vi sonreír. Me parecía muy triste"