martes, 31 de agosto de 2010

Carta del jefe Noah Sealth


La carta que transcribo a continuación la he leído decenas de veces y nunca deja de sobrecogerme. En 1854 se la dirigió Noah Sealth, jefe de la etnia Suquamish, al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce. Este último propuso crear una reserva indígena, que acabara los enfrentamientos entre indios y blancos. Hoy no sabemos si terminó dichos enfrentamientos. Lo que sí sabemos es que de los “pieles rojas” no queda sino el recuerdo de lo que fueron.

El jefe Sealth ha entendido que no hay otra alternativa diferente a venderles a los blancos, aunque se hace unas preguntas muy pertinentes sobre cómo se puede vender el firmamento o el calor de la tierra. “Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos?” El jefe blanco terminará imponiéndose por la fuerza; sabe que la presencia de los blancos en su territorio significa el fin de los pieles rojas, que en otro tiempo poblaron esas tierras; “un pueblo que una vez fue más poderoso y con más esperanzas que el suyo”, dijo en otro discurso.
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CARTA DEL JEFE INDIO Noah Sealth, 1854

"¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida.

Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿Como podrán ustedes comprarlos?

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi gente. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto, es sagrado a la memoria y el pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los arboles lleva consigo la memoria de los pieles rojas.

Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas, en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila; estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.

Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo demasiado. También el Gran Jefe nos dice que nos reservara un lugar donde podamos vivir confortablemente entre nosotros. El se convertirá en nuestro padre, y nosotros en sus hijos. Por ello consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros.

El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, deben recordar que es sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed; son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos, y por lo tanto, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. El no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro; es un extraño que llega de noche y toma de ella lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra de sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres, como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorara la tierra dejando atrás sólo un desierto. No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena la vista del piel roja. Pero quizás sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.

No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los arboles en primavera o como aletean los insectos. Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece insultar nuestros oídos. Y, después de todo, ¿Para qué sirve la vida, si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento - la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días, es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas. Por ello consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: El hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una maquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.

¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual; Porque lo que le sucede a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado.

Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra esta enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado.

Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; él es solo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con el de amigo a amigo, queda exento del destino común.

Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que El les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. El es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para El y si se daña se provocaría la ira del creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminaran hacia su destrucción, rodeados de gloria, inspirados por la fuerza de Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes.. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia."

viernes, 27 de agosto de 2010

La razón de la sinrazón


A propósito de Tales de Mileto, le escribe Anaxímenes a Pitágoras:

“Tales en su vejez partió con poca felicidad. Saliendo como solía al zaguán de su casa por la madrugada, acompañado de una criada, a fin de observar los astros, no acordándose del estado del terreno, mientras miraba los cielos atentamente, se precipitó en un hoyo. Este fin tuvo este astrólogo”.

Pero en otro aparte del libro ("Vidas de los filósofos griegos ilustres") cuenta Diógenes que Tales no murió en estas circunstancias, y que la criada, ayudándole a salir del hoyo, le dijo: “Oh, Tales, tú presumes ver lo que está en los cielos, cuando no ves lo que tienes a tus pies”.

Esa criada realista me recuerda a una tía mía, solterona, que en paz descanse. Se burlaba de mi abuelo cuando éste había perdido la razón. Pero la vida de ella había sido una sucesión continua y monótona de misas, rosarios y ansiosas letanías. Desde esa perspectiva de vida tan pobre se burlaba del viejo. Pero, pregunto: ¿lo de ella, era vida? ¿Y era más razonable que la del abuelo? Ahora bostezarán ambos allá arriba en los cielos, aburridos de tanta felicidad.

Y entre otras cosas, la palabra astrólogo, con el correr del tiempo ha devenido en adivino y charlatán. Cuando antes era astrónomo.

jueves, 26 de agosto de 2010

Que no se note la destreza


Consejos de Borges a un escritor joven:

Estos consejos de Borges, que ya he publicado en otra ocasión, me parecen valiosos. Les he agregado un pequeño comentario.

“Daría un consejo muy elemental al escritor joven: que no piense en la publicación sino en la obra. Que no se apresure en publicar, que no se olvide del lector, y además, si ensaya la ficción, que trate de no escribir nada que no pueda imaginarse con sinceridad. Que no escriba sobre los hechos sólo porque le parezcan sorprendentes, sino que lo haga sobre aquéllos en los que su imaginación pueda creer. Y en cuanto al estilo, yo le aconsejaría más bien pobreza de vocabulario que exceso de riqueza. Hay un defecto moral que suele advertirse en la obra, y ese defecto es la vanidad. Una de las razones por las cuales Lugones, digamos, no me gusta del todo, aunque desde luego no niego su talento y quizá su genio, es que percibo algo de vanidad en su modo de escribir. Si en una página todos los adjetivos o todas las metáforas son nuevos, eso suele corresponder a la vanidad, al deseo de asombrar al lector y no creo que el lector deba sentir que el escritor es diestro.
“Conviene que el escritor lo sea, pero no que el lector lo sienta. Cuando las cosas están muy bien hechas parecen no sólo fáciles sino inevitables. Si se nota un esfuerzo denota un fracaso de parte del escritor. Tampoco quiero decir que un escritor deba ser espontáneo, porque eso significaría que el escritor acierta inmediatamente con la palabra más justa, lo cual me parece inverosímil. Una vez terminado un trabajo, debe parecer espontáneo, aunque se vea que está lleno de secretas astucias y modestas destrezas, pero no de destrezas vanidosas”.

Estas recomendaciones de Borges me recuerdan a un escritor conocido mío que vivía a costillas de su mujer y era bastante tímido y recatado en la calle con las demás mujeres. Pero, curiosamente, en sus cuentos, sólo hablaba de amantes. Y por supuesto quedaba claro al leerlo que su desconocimiento del tema en la vida real era total.
Solamente quisiera agregar unas palabras de Mario Vargas Llosa:

“La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata”.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Alekhine contra Trotsky, partida decisiva


El año pasado publiqué esta página en www.ajedrez32.com, con algunas modificaciones. El episodio que se narra deja en alto el nombre de Alekine, un hombre que vivió exclusivamente para el ajedrez. Y deja también en alto a Trotsky, que no obró como un comisario cualquiera. La revolución de octubre dejó a Alekhine sin patria, pero él adoptó el ajedrez; un reino donde los reyes también suelen morir, y donde las damas son las piezas más poderosas y decisivas, como ha sido siempre.

Pues bien, como todos los nobles rusos, al momento de la revolución, Alekhine trató de huir. Pero fue capturado en Odessa, encarcelado y amenazado con la pena de muerte. Trotsky, el comisario del pueblo, lo visitó en su celda y le pidió que jugara una partida con él.

"Nos sentamos frente a frente –cuenta Alekhine– y nos dispusimos a comenzar la partida. Le pregunté si deseaba jugar con blancas o negras. Me hizo un gesto que interpreté como que lo dejaba a mi elección. Me decidí por las blancas y empezamos la partida más emocionante que he jugado en mi vida. No es que yo hubiera estado un solo momento en peligro durante el juego, pero sentía la certeza de que de su resultado dependía mi salvación.

“No sabía, sin embargo, si debía ganar o dejarme batir, e hice durante algún tiempo, a propósito, jugadas débiles, para dar a mi adversario alguna probabilidad de victoria. Trotsky levantó una vez los ojos, me echó una mirada fugaz, penetrante, indagadora, continuando después el juego sin decir palabra. Aquella mirada me hizo comprender y, sobre todo, me dejó en la duda de si Trotsky había descubierto mi táctica. Entonces decidí reconstruir la posición jugando como solía hacerlo en otros ambientes. Momentos antes del mate, Trotsky abandonó. Me hizo una ligera inclinación de cabeza y se marchó acompañado de los guardianes.

“A la mañana siguiente me fue remitido a mi celda un documento con la firma del Comisario del Pueblo: estaba libre y podía abandonar inmediatamente Rusia. Ésta ha sido la partida más difícil de mi vida y así pude salir del infierno rojo."
Con la revolución, Alekhine perdió toda su fortuna, que incluía propiedades y fábricas de confecciones. Y después, según él, La Segunda Guerra le quitó lo que le quedaba. Pero el ajedrez lo acogió para siempre.

Me he basado en una nota tomada de "El Observador", Palma de Mallorca, del 10 de febrero de 1942.

martes, 24 de agosto de 2010

La isla bajo el mar, de Isabel Allende

Es la historia de Zarité Sedella, esclava nacida en tierra americana, de madre guineana. A la edad de nueve años, Zarité es vendida al francés Valmorain, dueño de una plantación de caña de azúcar en Saint Domingue. Aunque ella ha deseado ardientemente su libertad y ha intentado escapar varias veces, debe conformarse un largo tiempo con llevar una existencia relativamente tranquila; si se puede hablar de tranquilidad en un medio donde a toda hora se presentan sublevaciones, los amos abusan de “sus” esclavos de la manera más infame; y corren ríos de sangre de lado y lado.

Desde antes de alcanzar la adolescencia, Zarité ya tiene la capacidad para llevar con esmero la casa del grand blanc. La mujer de éste, que ha comenzado el matrimonio padeciendo trastornos mentales, enloquece de remate al nacer su hijo. Zarité es la encargada de la casa, de la loca y del niño, amén de todos los oficios domésticos y el cuidado de los hijos que ella tiene con el amo.

Valmorain ha dejado sus comodidades de Paris y se ha visto obligado a hacerse cargo de la plantación de su padre, muerto hace poco a causa de la “enfermedad española”, como se denominaba en aquella época la sífilis. Hace unos años llegó a la isla con el propósito de pasar una temporada, pero las obligaciones de su trabajo lo absorben de tal manera que no puede volver a Francia sino después de viejo, y eso por una temporada breve.

Aunque el francés no es un esclavista convencido, lo considera un mal necesario sin el cual no se puede manejar su plantación de caña de azúcar. Además de ponerse en la tarea de mejorar todo lo relativo a la plantación, Valmorain se esmera en darles un buen trato a los esclavos. Pero deja en libertad a su capataz, Prosper Combray, para que obre según su criterio negrero. Valmorain no cree en las fórmulas de su capataz, pero no tiene otra alternativa.

Mientras Zarité madura y llega a la edad adulta, en la isla ocurren todo tipo de sucesos. No ha dejado uno de sorprenderse, cuando sucede otra cosa peor. Las continuas y justificadas sublevaciones de los esclavos hacen el ambiente difícil e incierto para la explotación de las haciendas. Y los grandes blancos exacerbados cometen toda clase de crímenes. Hasta que la situación se torna invivible. Bien informada por otros esclavos de la inminente toma de la plantación, una noche Zarité salva a Valmorain de una muerte segura, con la condición de que les restituya su anhelada libertad, a ella y su niña. Valmorain ha regalado al otro niño; preventivamente, como si fuera un secreto que los amos abusaban y preñaban a las esclavas.

En este punto de la narración termina la primera parte del libro, que está dividido en dos partes:
1. Saint Domingue, 1770 - 1793
2. Luisiana, 1793 - 1810

Saint Domingue, es el territorio conocido como “La Española” durante la época de la Conquista, hoy conformado por Haití y República Dominicana. Y Lousiana era territorio francés, por aquellos días vendido por Napoleón a los Estados Unidos, para financiar sus campañas.

En vista de que en Saint Domingue la sublevación de los negros prácticamente había desterrado a los blancos de la isla, Valmorain debe partir para Luisiana. Entre otras cosas, la emancipación de los negros haitianos sentó un precedente para la terminación del comercio de esclavos. Haití fue la segunda colonia que se independizó en América, después de Estados Unidos.

En Luisiana, finalmente, Zarité logra su tan ansiada libertad.

A pesar de su condición de esclava y amante obligada del patrón, Zarité no está sola en la vida. Tiene amistades como Violette, mulata encantadora que vende bien sus encantos; Loula, auxiliar de Violette, que controla los ímpetus que desata aquella entre los hombres, trastornados con sus provocativas curvas. Y Tante Rose, doctora en hierbas y sabia consejera en los momentos difíciles. Y también tiene sus amores; inicialmente en Saint Domingue, con Gambo, un joven esclavo, senegalés, que desde que se baja del barco y es vendido sólo está pensando en su libertad y el regreso a su patria. Es su amor de juventud. Después en Luisiana, Zacharie, un negro hermoso, que desvela a blancas y negras, con el que Zarité establece una buena relación y tiene otros hijos.

La historia de Zarité es la historia del valor de una mujer, como seguramente hubo muchas en aquellos tiempos, que no se rinde ante nada, a pesar de todas las trampas que le pone el destino; y ese es su gran valor. Valmorain, en cambio, con todas sus riquezas, es quizás más esclavo que Zarité. Es un esclavo de su nueva esposa, esclavo de sus esclavos y enemigo de sus hijos.

Por último, ¿por qué el título? Parece que el cielo en algunas religiones africanas se representa como una isla bajo el mar. El de los católicos, como un inmenso teatro donde estaremos diciendo eternamente: ¡Hosanna, hosanna! Y a punto de ahogarnos en babas, en esa monotonía de nunca acabar, viviremos por los siglos de los siglos. Parece más interesante el cielo de los musulmanes. Allí cada hombre tendrá a su disposición 72 vírgenes que no pierden la virginidad por más intenso que sea el trajín al que se sometan.

lunes, 23 de agosto de 2010

El Che Guevara y el ajedrez


Contaba el Che que cuando tenía once años, en 1939, se estaba jugando en Buenos Aires la VIII olimpiada mundial de ajedrez. En ese tiempo se llamaba Torneo de las Naciones. Hasta su pueblo Alta Gracia llegaban ecos de la fama de Capablanca. Al preguntar de dónde era el gran jugador, le dijeron que de Cuba. Y de allí nació su curiosidad por esa tierra querida.

Esa olimpiada tiene una particularidad especial: por esos días se declaró la Segunda Guerra mundial y muchos de los participantes no pudieron regresar a sus países de origen. Entre ellos recordamos a Najdorf, Pilnik y Eliskases, que le dieron mucho renombre al ajedrez argentino.

Volviendo al che, era tanta su preocupación por promover el ajedrez cubano que fue el principal impulsor de la masificación del juego y el creador del Capablanca in memoriam, en el año 62, uno de los torneos más importantes que se juegan por estas latitudes.

Recibía a todos los ajedrecistas que llegaban a la isla y jugó con muchos de ellos. Después del primer torneo Capablanca in memoriam, jugó en simultáneas con Najdorf, el ganador, y consiguió unas tablas sospechosamente tempranas.

Incluimos una de sus partidas jugada contra el maestro nacional cubano Rogelio Ortega. Juega con negras el che. En la jugada 15 gana pieza y en la 22 calidad.

1.Cf3 d5 2.e3 e6 3.d4 Cf6 4.Ad3 g6 5.0-0 Ag7 6.b3 0-0 7.Ab2 b6 8.Cbd2 Ca6 9.Aa3 c5 10.Ce5 Dc7 11.Tc1 Cd7 12.f4 Cb4 13.Axb4 cxb4 14.e4 Dc3 15.Cdf3 dxe4 16.Axe4 De3+ 17.Rh1 Dxe4 18.Cg5 Dd4 19.c4 bxc3 (a.p.) 20.Txc3 Ab2 21.Cgf3 Tac8 22.Td3 Aa6 y las blancas abandonan.

Claro que no habrá de faltar quien nos diga ahora que el maestro Rogelio estaba obligado a perder o de lo contrario pasaría al paredón…

Esta partida aparece en:

www.worldchesslinks.net/szs04.html, “curiosidades del ajedrez”, donde entre otras se puede ver una partida de Carlos Marx, del año 1867, conduciendo las blancas como un romántico de comienzos del siglo XX, en un gámbito de rey, sacrificando caballo en la tercera o cuarta jugada y dando un mate como de problema.

miércoles, 18 de agosto de 2010

"La hermana", de Sándor Márai



Hace poco terminé de leer “La Hermana”, novela del escritor húngaro Sándor Márai, relativamente bien traducida al español. Es el primer libro que leo de él. ¡Qué sorpresa más agradable! Como primero, la calidad de su prosa; tan buena, que algunos lo han comparado con Thomas Mann y Stefan Zweig. Pero, además, porque me extrañaba que un escritor de semejante talla fuera hasta hace poco tan desconocido. El libro fue publicado en 1946 y fue la última obra que Márai escribió en su Hungría natal, antes del exilio.

El libro empieza contando los extraños sucesos de los que es testigo el narrador mientras pasa una temporada de invierno en un pequeño hotel de montaña (“la tercera Navidad desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial”). Uno de los huéspedes, Z., había sido un famoso pianista, “el gran músico aplaudido unos años antes en las salas de concierto más importantes del mundo”. Pero ya no era sino la sombra de lo que había sido. El narrador había coincidido con él con cierta frecuencia en un exclusivo salón de una dama de vasta cultura. Según rumores, no comprobados y ya olvidados, Z. tenía alguna relación amorosa con E., la dueña de la casa.

Pero el narrador le había perdido la pista. Hacía un tiempo, Z. había dejado la vida musical sin que se conociera la causa de su retiro.

“Ya desde el primer momento de nuestro encuentro acertó, con el instinto propio de los músicos, en dar con un tono que me infundió la tranquilidad de estar hablando con una persona plenamente consciente de su destino y dispuesta a afrontarlo sin rebelión alguna, y nada me autorizaba a compadecerlo”.

Los “extraños sucesos” que he mencionado son, brevemente, la llegada de una pareja de cincuentones, cargada inusualmente de maletas, a los que el hostelero les destina la mejor habitación del hotel. Ella parece enferma. Sólo uno de los dos sale de su encierro, para escuchar las noticias de la radio, que sólo habla de bombardeos y muerte. Nunca dejan la habitación sola; y no hablan con los demás huéspedes. Tampoco bajan al salón comedor y siempre comen en la habitación. “Saltaba a la vista que algo les preocupaba y deprimía, tal vez el destino del mundo en general, tal vez algún secreto del mundo suyo particular. Se sentaban junto a la radio como si, cohibidos, esperaran noticias sobre alguna cuestión que sólo ellos conocían”.
Como el clima ha estado lluvioso y la neblina y el extremado frío no permiten que los huéspedes caminen por la montaña, todos permanecen en la sala, cerca de la chimenea. Todos los huéspedes se reúnen en el salón, menos la pareja de cincuentones. En algún momento aparece Z. y le dice al hostelero:

–Venga conmigo.

Y como el otro, sorprendido, no se mueve, Z. añade en tono quedo pero enérgico:

–Uno de ellos aún está con vida.

Se habían suicidado.

Todos los huéspedes suben en fila india las escaleras, detrás de Z. y el hostelero. Mientras sube, el narrador piensa: “tuve que volver a admitir que la materia prima de mi oficio, la palabra, no es un elemento tan imprescindible de la comunicación humana como a veces suponen los escritores cegados por el orgullo; en momentos críticos, la gente capta la esencia con muy pocas palabras o incluso sin ninguna”.
Curiosamente, después de estos sucesos, el tiempo cambia. Desaparece la neblina, cesa la lluvia y sale el sol. Los huéspedes salen a caminar por los senderos del bosque. Unos cazadores que no habían podido salir de cacería, ahora pueden hacerlo.
“En la montaña reinaba el silencio. El paisaje irradiaba la paz del claro de luna, de la nieve y los oscuros abetos. No sentía frío; tras los largos días de inactividad, las sensaciones puras circulaban reconfortantes por mi corriente sanguínea, como un sorbo de champán. ¿La realidad?, pensé. Pues así es la realidad. Aquel día la había visto en el hotel. Era banal y asombrosa, al mismo tiempo un folletín, una crónica policial y el giro de un relato, como cuando a la reina le sale barba y la bota da un paso de siete leguas. Escritor, a ver si aprendes a ser humilde, profundamente humilde, me dije. No sabes nada sobre los hombres, y tampoco sobre las fuerzas que los mueven y animan a vivir o morir. No sabes nada sobre el amor…”

En una de sus caminatas por el bosque, el narrador tiene una conversación más íntima y extensa con Z. Éste le cuenta que a raíz de una enfermedad que padeció a comienzos de la guerra dos dedos de su mano derecha quedaron paralizados. Y su carrera musical ha terminado.

Como es lo natural, el escritor quiere conocer más detalles del caso. Z. le dice que tiene un manuscrito de la época en que estuvo enfermo y hospitalizado en Florencia y que algún día se lo enviará.

Tiempo después, el narrador se entera por la prensa de que Z. ha muerto. La embajada de Suiza le hace llegar un manuscrito, diciéndole escuetamente que esa es la herencia que le ha dejado el pianista.

Curiosamente, el manuscrito no tiene ni comienzo ni fin. Tampoco viene acompañado de ninguna nota. Parece arrancado de un texto más extenso. ¡Pero qué manuscrito, Dios mío!

Resumiendo un poco, Z. nos cuenta lo siguiente. En plena Segunda Guerra es invitado a Florencia a dar un concierto. Antes de la ceremonia, en horas de la tarde, siente un desgarramiento interno que le produce fuertes dolores y le anuncia que algo grave está próximo a sucederle a su cuerpo. De momento, es sólo un presagio. Después de su actuación, lo hospitalizan. Pasa cuatro largos meses entre la vida y la muerte, padeciendo intensos dolores. Sólo la morfina logra mitigar sus dolores.

En sus momentos de lucidez, le viene el recuerdo de E., su amante, una mujer encantadora y culta, de la que ha estado muy enamorado. Es la esposa de un embajador famoso. Pero ese amor no ha podido materializarse porque E. es frígida. Inclusive, en sus conversaciones con el médico, éste le insinúa que ese amor sin esperanzas puede ser la causa de sus males. Porque muchas veces lo que nos enferma es la forma como vivimos.

Una noche, en medio del delirio que le produce la morfina, Z. escucha una voz femenina que le dice al oído: “no quiero que te mueras”. No es E. Es una de las tres monjas que lo cuidan. Esas palabras obran como un antídoto más fuerte que todos los que le han dado los médicos. Y en poco tiempo Z. recupera su salud.

En mi opinión, lo que hace el libro tan emocionante y tan bello son los diálogos, ya sea entre Z. y sus médicos y entre Z. y el narrador.

lunes, 9 de agosto de 2010

Un adios a Uribe

Así como no han de faltar los colombianos que a estas alturas de la vida estarán dolidos con la terminación del Gobierno del doctor Uribe, otros estamos tan contentos con la noticia que no hemos hecho más que encontrarle cualidades a Juan Manuel Santos, su predecesor.

Para colmo de males, no fueron cuatro sino ocho los años de su Gobierno; en su apego a la ley, el doctor Uribe encontró la manera de cambiar la Constitución a su favor, y extender su mandato. Y si no hubiera sido porque la Corte Suprema de Justicia se opone, se hubiera eternizado en el cargo, al igual que Chávez en Venezuela.

Hombre de grandes habilidades mediáticas, del cual se dice que sólo la cercanía de una cámara de televisión puede ponerle la piel de gallina, dejó a la mayoría del pueblo colombiano convencida de que es un trabajador incansable. Las palabras de Faulkner, “trabajar, trabajar y trabajar”, las quiso presentar como si fueran suyas. Y es cierto que trabajó, trabajó y trabajó, pero en la idea de crearse una imagen de redentor de este pueblo, al que no redimió de nada: nos deja en peores condiciones que cuando empezó su mandato en el año 2002. Hoy tenemos más pobres que en aquellos días. Y los que eran ricos, hoy lo son más, gracias a sus infames subsidios.

En su afán militarista, emprendió una cruzada contra la guerrilla de las FARC, a bala y no más que bala, dejando de lado cualquier posibilidad de diálogo. Y logró matarles cabecillas importantes y desmovilizar a miles de sus miembros; muchos de ellos hace tiempos estaban esperando la oportunidad para retirarse de un grupo que no va para ninguna parte; un grupo que hoy nos avergüenza ante la humanidad con sus secuestros de doce años y más.

Ese es su gran logro. Claro que las condiciones que hacen posible la supervivencia de grupos así siguen iguales, y las FARC hoy deben estar rearmándose y preparándose para seguir su inocua actividad. ¿Y por qué inocua? Porque son unos cadáveres políticos. Ellos tampoco tienen una propuesta para que salga adelante este pueblo colombiano.