viernes, 7 de octubre de 2011

En la propia calentura, primer capítulo

“Seguí después por el atajo… Y sigo
Y seguiré muy lejos de la vía,
Porque mi corazón —ese mendigo vagabundo—
No quiere compañía.” Luis Carlos López.


¿Quién soy?

Durante muchos años he vivido con el temor de que me pueda pasar lo que le pasó a un antepasado mío, al que se le fue vida andando por todo el territorio nacional sin echar raíces en ninguna parte. Apenas se estaba estableciendo en algún sitio, cuando ya estaba llenándose de argumentos para desplazarse a otro, alegando que el clima era malsano, la gente habladora, los negocios lentos; en fin, todas las disculpas posibles con tal de irse.
Aunque nunca llevó una vida disipada, de borracho, tahúr o mujeriego; ni podría tildarse de perezoso, no acumuló riqueza alguna. Todo se le fue en trasteos, pasajes y averiguaciones. La que no aguantó ese trajín de vida fue su mujer, que murió en Manizales de un cáncer en el estómago, después de una larga y dolorosa agonía, atenuada por la morfina.
A “buey viejo, pasto tierno”, declaró poco después de enviudar, y se casó con una sobrina que tenía en Medellín. Pero ésta “murió de parto”, como decían en esos días. Repuesto de su duelo, se casó con una viuda vieja, pobre y de repeso malgeniada; un desastre de mujer, a la que conquistó a punta de cuentos, diciéndole que era dueño de los almacenes que tenían los hijos en Bogotá. Como ya no hubo manera de conseguir el pasto tierno que paladeaba con tanto placer, tuvo que conformarse con el amargo y duro pasto jecho, que ruñía con cierta resignación.
Sorprendido por la velocidad con que habían pasado los años, cualquier día se dio cuenta de que había llegado a viejo, cosa que había pretendido ignorar. En cierta forma, la buena salud con que había contado lo había engañado en ese sentido, haciéndole creer que los que envejecían eran los demás. Débil y presintiendo la muerte; para colmo, ligeramente desquiciado, tuvo que refugiarse entre sus hijos, a los cuales les fue difícil sobrellevar su carga. Molestos e incómodos, se avergonzaban de él y ni siquiera intentaban comprenderlo. Un panorama opaco, oscurecido aún más por su energúmena y exigente compañera.
Finalmente, la muerte se lo encontró en Villeta, después de uno o dos meses de lenta y penosa agonía. Cansonas y beatas, sus hijas lo acompañaron en aquellos largos y tensos días, gastando camándula sin compasión. Ansiosas, empataban un rosario con otro y las avemarías se les enredaban en la boca. Taciturna, la futura viuda no rezaba; pensaba. De seguro ya entreveía los tiempos difíciles que se le venían encima.
Después de la ceremonia del entierro uno de sus hijos les dijo a los otros:
—Señores, es hora de regresarnos. ¿Qué más esperamos aquí?
Pues bien; así como hay vidas que nos sirven de ejemplo y son dignas de imitación, hay otras que nos convidan a seguir el camino opuesto. En este sentido, la historia de este bisabuelo la pienso adoptar como un caso de pedagogía negativa, para no repetir lo que fue él. Yo también he errado por el país; inclusive de una manera más irresponsable, si se quiere. Aunque en mi favor puedo decir que al menos no he tenido hijos ni he pensado tenerlos nunca. De mi vida, para bien o para mal, sólo tengo que dar razón ante mí mismo. Los hijos míos, como se lo he hecho saber a mi actual compañera, son los árboles que he sembrado en antiguos potreros y cafetales; hoy bosques donde bulle la vida, que me permiten exclamar: “al menos no he perdido todo mi tiempo”. Cuando me vaya, en ellos quedará la memoria de lo que fui. Como dijo el gran jefe Sealth: “Cuando el último de los pielrojas haya desaparecido, cuando su sombra no sea más que un recuerdo en esta tierra, estas riberas y estos bosques seguirán poblados por el espíritu de mi pueblo, porque nosotros amamos este paisaje del mismo modo que el recién nacido ama los latidos del corazón de su madre”.
A mis cincuenta años es difícil enderezar la ruta; pero no imposible. En este sentido, este relato debe entenderse como un intento de cuadrar las cargas para andar el camino que falta. Para explicar lo que he sido, tengo razones de orden subjetivo: los elementos que me constituyen y definen mi conducta. Un claro ánimo libertario, por llamarlo de alguna manera, y cierta altanería heredada de mis tíos maternos, me han hecho enfrentar la vida de una determinada manera que me impide tragar entero y aceptar las cosas como vengan. Esa característica me inhabilitó para trabajar en empresas organizadas, donde hay reglas claras para someterse a una jerarquía; y en últimas, para obedecer. Por otra parte, un profundo sentido de la sociabilidad, adquirido en mi lejana infancia, me lleva a tratar de comprender a los demás; a meterme en sus zapatos, un ejercicio poco practicado por los cristianos de estas latitudes, que tanto cacaraquean su amor al prójimo.
Pero también tengo razones de orden objetivo: me refiero a los obstáculos o facilidades que el Destino ha puesto en mi camino. Me explico: muchos de los hechos que he protagonizado a lo largo de mi vida, consignados en este relato, que algunos reprobarán, no podía evitarlos. Solos, no podemos cambiar la realidad; a lo sumo nos podemos acomodar a ella. En mi caso, dada mi condición de libertario e independiente, nunca consideré conveniente establecerme en ninguna parte. Pero también debo decir que las características de mi oficio hacían obligatoria esa trashumancia de la que ahora me duelo. Cuando se acaba la cosecha en una región, fuera de salir para otra parte en donde apenas esté empezando a madurar el grano, ¿qué otra cosa se puede hacer? Y cuando se acaba el café en todas partes, ¿qué otra cosa se puede hacer diferente a salir a hacer deshierbas y abonamientos por cualquier salario? Claro que en nuestra manera desordenada de vivir en las épocas de bonanza despilfarrábamos sin ninguna consideración nuestros ingresos y después pasábamos toda clase de afugias cuando llegaba la época de las vacas flacas.
También he intentado varias veces establecerme en algún oficio en las ollas de Armenia, vendiendo ropa de segunda en los andenes, en el llamado rebusque. Pero ésta es una actividad incierta, que no me ha permitido una estabilidad. Sólo el hecho de pertenecer al comercio informal la hace inestable y propensa a las persecuciones de la policía, tan curiosamente eficiente cuando se trata de perseguir a los pobres.
Como se verá en el relato que sigue, mis actividades han estado muchas veces al margen de la ley, o más allá del margen; porque de alguna manera ser pobre en Colombia es estar por fuera de la ley.
Los momentos más difíciles de la vida me los ha hecho llevaderos un cierto ánimo filosófico; la tendencia a comprenderme y comprender a los demás, que ya he mencionado. Creo que ahí está la verdadera sabiduría. Pero mi drama también ha sido no sólo cómo conseguir el sustento, sino cómo encontrarle un sentido a mi vida. Porque todas las miserias son llevaderas, menos la de no saber qué hacer con nuestra vida; no tener un objetivo ni un rumbo.
En este peregrinaje, lejos de mis familiares, de los que la vida me fue alejando, me ha acompañado una gran afición por la práctica del fútbol. En mi calidad de portero, he jugado en cuanta vereda de la zona cafetera tenga una cancha o algo que se le parezca; he organizado campeonatos y he dejado instalada una cierta afición que ha perdurado aún en mi ausencia, según me lo han hecho saber. Ya no juego tanto como antes, porque los años no pasan en vano. Pero en cierta medida, el fútbol fue mi tarjeta de presentación para hacerme conocer en toda la zona cafetera.
Finalmente, aunque la canción de Pedro Infante dice que “el amor del hombre pobre es como el del gallo enano, que en correr y no alcanzar se le pasa todo el año”, en mi calidad de pobre no me ha faltado el amor de una que otra mujer que ha hecho este viaje más llevadero. A veces siento culpas con algunas, porque pienso que no me comporté de la mejor manera con ellas; y rencores con otras que me hicieron pasar momentos amargos. Con unas y otras quiero reconciliarme y aceptar que en esos temas del amor nada es fácil; vamos aprendiendo a medida que damos y recibimos golpes.
Aspiro a tener algún día un pedazo de tierra, en donde pueda acomodarme; para que este gitano que llevo adentro encuentre por fin una base donde pueda pasar el resto de sus días.

martes, 13 de septiembre de 2011

En la propia calentura

Esta semana saldrá para la venta al público mi segundo libro, En la propia calentura, impreso en los talleres de Feriva, Cali. Fruto de una extensa entrevista hecha en octubre del 2010, En la propia calentura es el relato de un hombre de cincuenta años que ha alternado su actividad laboral entre el campo y la ciudad.

De carácter rebelde, nunca se ha podido adaptar a la jerarquía de una empresa organizada, donde el jefe siempre tiene la última palabra. Por esta razón tuvo que refugiarse en la informalidad, donde también hay jefes, inclusive tan tiranos como los otros, que si no lo echan a uno del trabajo lo pueden despachar de este mundo.

Vecino de las ollas donde se expenden las drogas ilícitas en las zonas urbanas; colaborador y simpatizante de la guerrilla de las Farc en los campos del Tolima y Cundinamarca, el relato de su vida nos depara más de una sorpresa, al tiempo que nos muestra todas las dificultades que se les suelen presentar a los que están en la última escala de la sociedad. De cierta manera es una invitación para ponerse entre los zapatos de aquellos que bordean la miseria, que arrancan cojeando por la carrera de la vida.
Mi primer libro, Patio 3, impreso también en Feriva, comienza con el día en que al personaje le allanan su residencia en Manizales y lo llevan preso para Bogotá, acusado de narcotráfico. Aunque no nos cuenta en qué ha consistido su delito, deducimos que es algo mínimo. Pero por haber sido capturado en una operación muy publicitada le aplican todo el rigor de la ley, después de magnificar su delito. A partir de ese momento empieza un desfile por las peores cárceles del país. Empezando por la Modelo de Bogotá, siguiendo por Manizales y terminando en Cómbita. Finalmente, después de pagar once años de condena en Colombia, lo extraditan a los Estados Unidos, en donde para su fortuna la justicia encuentra que el delito por el cual lo han extraditado.

Al igual que el otro, éste también es una invitación, pero al mundo corrupto y tenebroso de nuestras cárceles.

sábado, 23 de julio de 2011

Memorias de Adriano




El emperador Adriano, que se había propuesto hacer un buen reinado, hizo lo necesario para lograrlo. Con los resultados de veinte años de intensa labor a la vista, a los sesenta años, “la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada”, redacta una carta para el joven Marco Aurelio Antonino, al que considera un buen sucesor.
El emperador presiente su muerte. Amo y señor del mayor imperio que haya existido; poeta, filósofo, estadista, militar, coleccionista de arte y muchas cosas más, Adriano sabe que sus días están contados. Según Hermógenes, su médico, su corazón padece de hidropesía y terminará asfixiándolo.
La carta empieza contándole a Marco los detalles de su visita al médico. “Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre”. Después de la escena de la visita, la carta continúa haciendo un balance de los aspectos más importantes de su vida y de todas sus acciones para establecer la paz en el imperio y arreglar las finanzas públicas.
En efecto, puede decirse que esa fue la época de oro del imperio, cuando el territorio alcanzó la mayor extensión y Roma la mayor gloria.
A propósito de la creación de una obra, dice Poe:
“La mayoría de los escritores, y los poetas en especial, prefieren hacernos creer que componen bajo una especie de espléndido frenesí, y se estremecerían con la idea de que el público echara una ojeada a lo que ocurre tras bambalinas, a las laboriosas y vacilantes crudezas del pensamiento, a los verdaderos designios alcanzados sólo a último momento, a los innumerables vislumbres de ideas que no llegan a manifestarse, a las fantasías plenamente maduras que hay que descartar con desesperación”.
A propósito de la escritura de su libro “Memorias de Adriano”, un libro precioso que todos deberíamos leer, nos cuenta Marguerite Yourcenar que concibió y escribió un primer borrador entre 1924 y 1929, que ‘merecidamente’ después lo destruyó.
Hacia el 27, encontró una frase en la correspondencia de Flaubert, que fue como el leitmotiv para su obra: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Entre el 34 y el 37 retomó y abandonó el proyecto muchas veces. En los diálogos que escribía, no sentía la voz de Adriano. Solamente una frase del 34 le hizo comprender que había encontrado ‘el punto de vista del libro’: “empiezo a percibir el perfil de mi muerte”. Ahí oyó la voz de Adriano. Pero estaba temprano: ‘hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años… Me hicieron falta esos años para aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo’.
En el 39, cuando empezó la guerra, dejó sus papeles en Suiza y fue a vivir a los Estados Unidos.
“En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde había dejado durante la guerra, una maleta de papeles familiares y cartas de más de 10 años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad, ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco…” ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de algunos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir el libro costara lo que costare”
El libro se publicó en Francia en 1951 ¡27 años después de haberlo empezado! Para fortuna nuestra, lo tenemos en castellano en la muy buena traducción de Julio Cortázar.

miércoles, 1 de junio de 2011

Yo, Claudio (I)

Después de leer con gran admiración el libro del inglés Robert Graves, en donde hace gala de un conocimiento profundo de la época de la Roma Imperial, me ha sobrevenido la pregunta de si semejante obra se justifica tratándose de un personaje tan simple como parece haber sido Claudio. La única justificación parece ser la dedicación de éste a la investigación histórica, de la cual hoy sólo tenemos una vaga noticia, puesto que toda su obra desapareció antes de llegar a nuestros días. Pero también es cierto que los simples son interesantes, como lo demostró Gogol en su cuento El Capote.
Nacido en el año 10 A.C., Claudio llegó al poder por un golpe del azar a la edad de 51 años, en el año 41 D.C., cuando unos pretorianos mataron a Calígula, su predecesor y sobrino, desesperados por la forma tan demencial como éste venía manejando el tesoro público y especialmente la justicia, aplicándole la pena de muerte a sus contradictores.
Mientras vivió su adolescencia en el palacio con Augusto y su poderosa esposa Livia, éstos lo consideraron algo menos que un inútil. Entre otras cosas, por boca de Claudio nos enteramos de que el verdadero poder en Roma lo tenía Livia: “Augusto mandaba a Roma, pero Livia mandaba a Augusto”. Además, nos pinta a Augusto como una especie de mentecato que poco entiende de los asuntos del Estado; idea contraria a la que ha llegado hasta nuestros días, de que era uno de los emperadores “de mostrar”. Claro que al lado de figuras como Calígula y Nerón cualquiera puede sobresalir. Augusto era hermano de Antonia, la madre de Claudio, y Livia había estado casada con su abuelo.
Su tío Tiberio, predecesor de Augusto, tampoco le tuvo mayor aprecio. El único que lo tuvo en cuenta fue su sobrino Calígula, quien durante su breve reinado de cuatro años lo nombró cónsul y senador. Es más, la actuación tan discreta que Claudio había tenido hasta entonces en la política, le sirvió para sobrevivir en las distintas conjuras que provocaron las caídas de Tiberio y Calígula.
Ni al momento de casarse “el pobre tío Claudio”, como solían decirle en familia, tuvo la opción de escoger. Las cuatro veces lo hizo porque así se lo ordenaron. La única vez que estuvo verdaderamente enamorado y en plan de casarse con una jovencita tan inteligente como hermosa, ésta fue envenenada, al parecer por Livia, que sobresalía en ese tema entre los romanos de su tiempo que no lo hacían mal.
En el momento de la conjura contra Calígula, los asesinos lo encuentran escondido detrás de una cortina. Logra salvarse de una muerte segura cuando ven en éste a un tonto que pueden usar a su antojo. Pero cuando toma posesión como “imperator” no vacila en hacerlos capturar y matar. Herodes, uno de los personajes de Claudio, el dios, y su esposa Mesalina le dice a Claudio: “He conocido listos que se fingían tontos y tontos que se fingían listos. Pero eres el primer caso que he visto de un tonto que se finge tonto. Te convertirás en un dios."

martes, 5 de abril de 2011

El crimen del padre Amaro (final)

Sin ser ninguna autoridad en ese tema de la lectura, les propongo a los lectores hacer al menos dos lecturas del libro. Una lectura rápida para saber qué es lo que pasa entre el cura y la hermosa muchacha. Entre otras cosas, una descripción con el lujo de detalles que nos hace Eça de Queiroz sobre Amelia implica muchos meses de amorosa observación. En este sentido, el tipo está a la altura de Tolstoi cuando nos describe a Ana Karenina o a Natacha Rostova; o de Flaubert cuando nos pinta a Ema Bovary.

Si uno se atiene a esa primera lectura, le pasa lo que al amante que está afanado en probar las delicias que le depara su amada. Goza mucho el momento, pero se pierde de muchas cosas que ella quisiera darle o decirle, o hacerle ver o sentir. En este sentido, la lectura de un buen libro es como el amor de una gran mujer.

Cuando el título nos dice: “el crimen de fulano…”, uno se centra solamente en el suceso y en los acontecimientos que lo preparan. En este sentido, es probable que el libro decepcione a más de un afanoso, puesto que Amelia no muere ahorcada ni acuchillada, sino de tristeza. Sus amoríos con Amaro, esperados y preparados largamente, terminan con la muchacha embarazada; algo que no estaba en los planes de ella y mucho menos en los de él. Aprovechando una ausencia de la Sanjoaneira, Amaro la envía al campo para que nadie tenga noticias de su situación. No contento con esto, contrata a una pareja para que roben el niño apenas nazca y lo maten. Esos meses de embarazo, lejos de su madre, le hacen entender a Amelia el error en que ha incurrido iniciando una relación amorosa con un hombre incapaz de asumir las consecuencias de su amor. Inclusive cuando él se da cuenta del estado a que han llegado las cosas con su amante piensa escaparse con ella para América y empezar allá otra vida con ella. Pero son sólo pensamientos, porque el tipo no tiene los arrestos que se necesitan para tomar una decisión de ésas.

Desilusionada de Amaro, asume su condición de futura madre y se apresta a tener su niño, llena de esperanzas. Pero Amaro lo hace desaparecer. Y esta situación la mata de tristeza.

Pero el libro es mucho más que eso. Entra en el detalle de muchos personajes; en primer lugar está la Sanjoaneira, la madre de Amelia, que aunque es una mujer de alguna edad todavía conserva muchos encantos para atraer a los hombres. Y por lo visto siente cierta predisposición por el clero, a juzgar por los dos amantes que ha pescado entre ellos. Con el primero, según sugiere el autor, tuvo amores desde antes de enviudar.

Pero hay muchas otras cosas. Entre ellas la vida del clero en la provincia y su forma de reaccionar ante un ataque, como es el caso cuando Joao Eduardo, el novio de Amelia, escribe en el diario local un artículo contra los curas de Leiría, donde menciona a Amaro y a los demás, “sacándoles los cueros al sol”. La pobre vida de las beatas, cuya vida sólo tiene sentido y valor cuando se trata de las misas y la liturgia.

jueves, 31 de marzo de 2011

El crimen del padre Amaro (7)

A su llegada a la casa de la playa, doña María de Assunçao había recibido la visita de un joven pariente suyo, llamado Agostinho; iba a cursar quinto año de Derecho en la Universidad de Lisboa. Era un muchacho delgado, de bigote castaño, que recitaba versos y sabía tocar la guitarra. En A Vieira era famoso entre los hombres “porque sabía conversar con las señoras”.

Desde los primeros días Amelia se dio cuenta de que los ojos de Agostinho se fijaban constantemente en ella. Ella se turbaba mucho y se ponía muy colorada. Pero el asunto no le disgustaba.

—Esto te viene muy bien —le dijo en voz baja, rezagándose un poco, doña María de Assunçao a la Sanjoaneira.

—¿A mí?

Entonces doña María le explica que el muchacho es un partidazo y que, por lo que ella ha observado, se desvive por Amelia. Éste empieza a visitarlas a diario y le declara su amor a la muchacha, cosa que no le disgusta a ella ni a la suegra.

Hacia finales de octubre empiezan las lluvias, y Agostinho debe recomenzar sus estudios en Lisboa. Se despide muy apesadumbrado de Amelia, con muchos besos y muchos juramentos. Poco después regresan Amelia y su madre a Leiría, muy reconfortadas con las vacaciones que han tomado.

Pasan el invierno sin que el autor nos informe de ninguna novedad. En la primavera la novedad la trae doña María de Assunçao, que les cuenta a Amelia y a su madre que Agostinho se acaba de casar en Lisboa con la hija de un noble muy rico.

En presencia de todos, Amelia rompe a llorar. No podía olvidar los besos y las promesas del ingrato. Pero como el tiempo todo lo puede, cuando ya tiene los veinte años, ella recuerda aquel episodio como “una bobada de niña”. Ahora es una hermosa mujer, dedicada de tiempo completo a los temas religiosos, que las mismas señoras beatas proponen como modelo para las otras muchachas del pueblo.
La que tampoco pierde su tiempo es su madre, que ahora tiene una amistad con el canónigo Dias; amistad que es la comidilla de la gente del pueblo, que de todo se entera.

En ese tiempo un nuevo pretendiente se acerca a la muchacha; se trata de Joao Eduardo, escribiente de una de las oficinas del Estado. Ella no le corresponde, pero tampoco lo rechaza de plano. Tímido, aunque poco creyente, Joao Eduardo conoce de cerca la clase de seres que son los curas de Leiría. Poco entusiasmada con el amor que le promete, ella considera que él a lo sumo podrá ser un buen marido, pero jamás logrará apasionarse por él. Sin embargo es de los mejores partidos del pueblo.

Estas son condiciones es que se encuentra Amelia cuando llega Amaro a vivir al pueblo.

viernes, 25 de marzo de 2011

El crimen del padre Amaro (6)

Publicado por primera vez en 1875, causó un gran escándalo. Según algunos, la intención del autor de dejar mal parado al clero de su tiempo era explicita. Probablemente haya habido algo de esto. Hay que entender que Eça de Queiroz había viajado por Europa y América, en calidad de diplomático, y en esta medida vería al Portugal de su época atrasado con respecto a los otros países en donde había vivido; y probablemente había acumulado sus buenas lecturas de escritores extranjeros.

Reconocía en Balzac y en Flaubert como sus grandes maestros.

De otra parte, hay que empezar reconociendo que el escritor debe tomar una buena distancia de sus contemporáneos; de lo contrario no podrá escribir con la suficiente seriedad sobre la vida de ellos.

Volvamos al libro.

Después de hacernos un retrato de Amaro no muy emocionante, donde nos lo pinta como un ser que prácticamente no tuvo un hogar y fue criado entre la servidumbre de la condesa, De Queiroz nos habla de Amelia. Huérfana de padre, desde los ocho años, Amelia se crió al lado de su madre, que aunque enviudó joven no volvió a contraer nuevas nupcias. Pero a la sombra de los curas organizó su vida, haciéndose amante de uno de ellos y consiguiendo el sustento para vivir.

Amelia había pasado por la escuela, sin sentir ninguna satisfacción especial. De su padre, que había sido militar, tenía recuerdos muy vagos. En términos generales, era una niña alegre. Criada en medio de algunos sacrificios, pero con mucho amor.
“Pero su mejor momento, fue cuando empezó a recibir lecciones de música. Su madre tenía en un rincón del comedor un viejo piano cubierto por un paño verde, tan desafinado que se usaba como aparador. Amelia solía canturrear por la casa; su voz fina y fresca le gustaba al señor chantre.
Al profesor de música le decían el tío Cegonha (cigüeña), porque era alto y muy flaco; además, muy pobre. Su única hija se había escapado para Lisboa con un alférez. Y al poco tiempo le llegó la noticia de que la habían visto del brazo de un marinero inglés. El recuerdo de su hija lo mantenía triste.

En el invierno tenía las manos tan engarrotadas a causa del frío que no podía tocar el teclado. Entonces Amelia se puso en la tarea de conseguirle unos guantes. Poco después ella observó que el tío Cegonha tampoco llevaba calcetines de lana, los más apropiados para enfrentar el frío que ese año había azotado cruelmente a los pobres. Entonces Amelia le consiguió unos entre los curas que frecuentaban su casa. En suma, a Amelia le atormentaba el dolor ajeno.

Casualmente, por esos días empezó a ponerse muy pálida y a sentir mareos. Cuando el médico la examinó, le dijo a su madre que la niña estaba pasando a mujer.

“—Esta chiquilla tiene la sangre muy viva. ¡Va a ser de pasiones fuertes! —Añadió el viejo médico sonriendo y aspirando su pulgarada de rapé”.

Por esos días el señor chantre, después de desayunar una sopa de ajo, sufre un ataque de apoplejía, como se les denominaba en aquellos días a los derrames cerebrales, y cae muerto. Más afectada que cuando perdió a su marido, durante dos días la Sanjoaneira llora y grita desmelenada por las habitaciones. Entonces por recomendación de doña María de Assunçao, que tenía casa en la playa, se va unos días con Amelia para el mar, mientras su dolor se va pasando.

lunes, 14 de febrero de 2011

El crimen del padre Amaro (5)

Hay un pasaje que he pasado por alto, al que quiero referirme antes de seguir con la narración.

Amaro sufre viendo la blancura de los brazos de la condesa. En sus fantasías sueña con que algún día ella llegue a confesarse con él. ¿Cómo será el sonido de su lujoso vestido de seda en el momento en que se acerque al confesionario? ¿Y aquella voz dulce, cómo susurrará? ¿Y qué pecados contará?

Pero ya no lo atormentan tanto sus pensamientos lujuriosos como antes, cuando hasta en una estampa de la virgen María el enfermizo seminarista podía estremecerse con pensamientos “non sanctus”. En Feriâo, la parroquia pobre donde estuvo trabajando el año anterior, una mujer joven, regordeta, sin mayor gracia, le ha ayudado a tranquilizar su carne.

En medio de la reunión con las beatas, Amaro observa por primera vez a Amelia. “Llevaba un vestido azul muy ajustado a su bonito pecho; el cuelo blanco y liso surgía de una gorguerita doblada hacia afuera; entre sus labios rojos y frescos brillaba el esmalte de los dientes…” Amelia es la muchacha más hermosa de todo Leiría.

Entre los asistentes está Joao Eduardo, el novio de Amelia. Una de las beatas lo acusa ante el grupo de no saludar a los curas con el respeto que se merecen y se dirige a Amaro para pedirle que conduzca al muchacho por el buen camino.

Cuando reparten el té, Amelia le ofrece a Amaro un pastelillo. Después ella se sienta al piano e interpreta una canción muy sentimental, que en algún pasaje menciona a una muchacha que ha muerto de amor; una especie de anticipo de lo que le va a suceder a ella. Después del té viene el juego de lotería en el que todos hacen alguna pequeña apuesta. Amaro, fatigado del viaje y del largo día que ha tenido está algo distraído y no sigue el juego con el mismo entusiasmo que los demás. Está jugando el mismo cartón con Amelia. Cuando ganan ella no cabe de la alegría. A las once cuando todos se están despidiendo, Joao Eduardo le reclama a su novia por la deferencia tan especial que ha demostrado por el cura.

A partir de aquí empieza toda la difícil trama para que Amaro y la bella Amelia empiecen su complicada relación. No hay que olvidar que estamos a mediados del siglo XIX, en un país atrasado y mojigato, como sería el Portugal de aquel entonces. Pero en estos temas del amor mientras las dos partes están interesadas en lo mismo las cosas se van dando.

jueves, 3 de febrero de 2011

El crimen del padre Amaro (4)

Su principal propósito en Lisboa es gestionar un traslado para una parroquia más rica. Como Liset está en Francia, busca a la hija menor de la marquesa, que ahora es la flamante condesa de Ribamar. Ella lo reconoce y muy emocionada, después de escuchar su petición, le dice que deje esto en manos de ella, que su marido con el mayor gusto hará la diligencia ante el que corresponda. Pero que debe esperar 15 días.

Es verano. Por las tardes cuando la canícula ha bajado sale a dar un paseo por las calles. “Después volvía a su casa y, en su habitación, con la ventana abierta al calor de la noche, tumbado sobre la cama, en mangas de camisa, descalzo fumaba cigarrillos, rumiaba sus esperanzas. Lo asaltaba la alegría al recordar, a cada instante, las palabras de la condesa: «Quede tranquilo».

Cuando regresa, Amaro va en busca de la condesa. Obnubilado con el lujo en que viven, es testigo del diálogo que se da entre el conde y uno de los ministros. A través de ese diálogo el autor denuncia las relaciones del clero con los políticos a los cuales les ayuda a conseguir votos y en el mantenimiento en el poder.

«Al día siguiente, en la ciudad se hablaba de la llegada del nuevo párroco y ya todos sabían que había traído un baúl de hojalata, que era delgado y alto y que llamaba profesor al canónigo Días».

Todas las beatas de la ciudad se movilizan para la casa de la Sanjoaneira para ver al nuevo párroco. Pero ha salido para la catedral. «La Sanjoaneira les mostraba las demás maravillas del párroco: un crucifijo todavía envuelto en un papel periódico viejo, el álbum de retratos, en el que la primera estampa era una fotografía del Papa bendiciendo a la cristiandad. Quedaron extasiadas».
«Más no se puede pedir —decían— «¡Más no se puede pedir!»
Amaro almorzó ese día en la casa de su antiguo profesor de moral. Hacia las ocho de la noche regresa a casa de la Sanjoaneira. Desde temprano las beatas del pueblo están esperando, ansiosas, para conocerlo. La más importante era doña María de Assunçao. Para esa ocasión se había puesto el vestido de seda negro, que solía usar los domingos.
—“Aquí tiene al nuevo señor párroco, doña María —le dijo la Sanjoaneira”

—“Y estas son las Gangoso, ya habrá oído hablar…”

“La mayor, dona Joaquina Gangoso, era una figura seca, con una frente alargada, dos ojillos vivos, la nariz respingona, la boca muy exprimida. Envuelta en su chal, derecha, de brazos cruzados, hablaba continuamente con voz dominante y aguda, repleta de opiniones…”

A propósito de esa señora “repleta de opiniones”, vale la pena mencionar aquí que ése es un signo inequívoco de ignorancia. A mayor verborragia, mayor ignorancia: son directamente proporcionales.

lunes, 31 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (3)

Finalmente, sin mucho entusiasmo, entra al seminario. Todos sus compañeros añoran algo querido que han dejado en sus tierras. «Amaro no dejaba atrás cosas queridas: venía de la brutalidad de su tío, del rostro hastiado de su tía cubierto de polvos de arroz; pero sin darse cuenta también empezó a sentir nostalgia de sus paseos dominicales, de la luz de gas y de los regresos de la escuela con los libros atados con una correa…» No obstante, poco a poco, fue «entrando como una oveja indolente en la disciplina del seminario».

Su preocupación constante por las mujeres no lo abandona en ningún momento. El tipo está en plena adolescencia y su sexualidad naciente no le da tregua. Pero así como el que ve los manjares, detrás de una vidriera, sin esperanzas de probarlos, Amaro, pensando en las mujeres, sufría y su hambre se acrecentaba.

Algunos compañeros se forjaban grandes sueños con su futuro. Unos querían ser misioneros en lejanas tierras y redimir paganos; otros, menos dados a la aventura, cardenales o al menos obispos, y vivir cómodamente de las dádivas de las beatas. Otros querían ser militares e imponerse sobre los débiles. Pero amaro no deseaba nada.

Para sus compañeros, la vida en el seminario era prácticamente una condena. Oyéndolos hablar de planes para fugarse, Amaro quedaba muy perturbado. De la misma manera que cuando oía a los curas en sus sermones hablando mal de las mujeres.

«¡Cuántas veces en los sermones había oído al profesor de moral, con su voz robusta, hablar del pecado, compararlo con la serpiente y, con palabras untuosas y gestos retorcidos, dejando caer lentamente la pompa meliflua de sus frases, aconsejar a los seminaristas que, imitando a la virgen, pisoteasen a la serpiente ominosa». Este profesor de moral tan vehemente es el mismo Dias, el que mantiene una relación amorosa con la San Joaneira, madre de Amelia, con la después Amaro tendrá sus amores.
Finalmente se ordenó como sacerdote. Sin salir del seminario recibió una carta del canónigo que había quedado a cargo del manejo del dinero que le dejó expresamente de la marquesa para costearse su educación religiosa. En ella le comunica que los bienes que ha dejado la marquesa se han terminado. Pero además le da la noticia de que su tío el tendero se murió hace un tiempo y su tía liquidó la tienda y se unió «ilegítimamente y vio sus bienes perdidos, a la par que su pureza y hoy regenta una casa de huéspedes».

En pocas palabras: ya no hay marquesa ni tío rico. De ahí en adelante tendrá que valerse por sí mismo. Y termina diciéndole que hay una vacante en Feriâo, una parroquia pobre, que con la ayuda de algunas personas influyentes se la podrá conseguir.

Con la ayuda de Liset y el rector del seminario, Amaro consigue que lo destinen a la parroquia de Feriâo, un lugar de pastores, deshabitado en el invierno. Estuvo desde octubre hasta el final «de las nieves», como llama Eça de Queiroz a la temporada de invierno. «Allá pasó el tiempo muy ocioso, rumiando su aburrimiento junto al fuego, oyendo al invierno bramar afuera, en la sierra».

Cuando tiene la primera oportunidad regresa a Lisboa. «Los aires limpios y vivos de la sierra habían fortalecido su sangre, volvía robusto, recio, simpático, con buen color en la piel trigueña». Visita a su tía, que ahora es beata y lo recibe emocionada, y se presenta ante las hijas de la marquesa.

jueves, 27 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (2)

Amado Vieira había nacido en la casa de la marquesa de Alegros. Su padre era criado del marqués y su madre doncella de la marquesa. Siendo todavía un niño, Amaro quedó huérfano. Sus únicos parientes eran una hermana, que siempre había vivido con la abuela, y un tío tendero, muy próspero. Pero Amaro siguió viviendo a la sombra de la marquesa, “que lo mantuvo en su casa, tácitamente adoptado; y con grandes cuidados empezó a manejar su educación”.

Después de enviudar, la marquesa pasaba la mayor parte del tiempo en su quinta de Carcavelos, entregada a sus desvaríos religiosos. Tenía dos hijas, educadas “en el temor de Dios y en las preocupaciones de la moda, eran beatas y chic a la vez”, “hablaban con igual fervor de la humildad cristiana que del último figurín de Bruselas. Eran tan cristianas, que un periodista de la época había dicho de ellas: “todos los días piensan en la toilette con que entraran en el paraíso”.

En aquella vida de retiro, al lado de su protectora, Amaro se crío en medio de curas, misas, oraciones y ornamentos. No corría al aire libre ni jugaba. Ni se reía a carcajadas. Según los criados, era una mosquita muerta. Su vida se desarrollaba metido entre las faldas de las mujeres, que todo el día hablaban de santos. En las noches, sufría de miedos. Dormía con la lámpara encendida, al lado de una vieja ama.
“A los once años ayudaba a la misa y los domingos limpiaba la capilla”. Aunque crecía, su aspecto seguía siendo el mismo. Vivía metido en las habitaciones de las criadas y era el hazmerreir de ellas. Extremadamente perezoso, por las mañanas “costaba trabajo arrancarlo de una somnolencia enfermiza, que lo dejaba como derretido, envuelto entre las mantas y abrazado a la almohada.”

Un domingo por la mañana, después de misa, la marquesa cayó al suelo, muerta, víctima de una apoplejía; lo que hoy denominamos derrame cerebral; un accidente circulatorio que al parecer en aquellos tiempos era bastante más frecuente que hoy.

Liberadas de su madre, las hijas dejaron la quinta de Carcavelos y se fueron para Lisboa a casa de una tía materna. Sin sol y sin alero, Amaro fue enviado a la casa de su tío, el tendero. Lejos del elemento femenino, a cuya sombra había crecido en Carcavelos, quiso buscar la protección de su tía. Pero ésta poca atención le prestaba. Hija de un funcionario pobre, se había casado con el tendero para tener segura la comida. Le pasó lo que a muchas: arregló la comida pero dañó la dormida. Odiaba de muerte a su marido. Se pasaba el día vestida de seda, cubierta de polvos, leyendo novelas y esperando el paso del galán del pueblo, que todas las tardes pasaba bajo de su ventana.

Avaro y obeso, su tío vio en Amaro la herramienta imprevista y lo puso al frente del mostrador. “Su tía le llamaba el cebolla y su tío el burro. Les dolía hasta el raquítico pedazo de carne de vaca que le daban en la comida”
.
Hastiado al lado de sus tíos, Amaro ansiaba el seminario como una liberación. Nunca le habían preguntado qué quería hacer ni sentía una vocación, una voz interior que lo impeliera a hacer o ser algo. Pero le parecía cómoda la vida que llevaban los curas, dando misas y cantando, cuchicheando, siempre entre mujeres, y recibiendo regalos.
“Un año antes de entrar al seminario, su tío lo envió a un maestro para que perfeccionase el latín y lo dispensó de estar en el mostrador”. Por primera vez en su vida fue libre. “Vio la ciudad, los juegos de los niños, se asomó a las puertas de los cafés, leyó las carteleras de los teatros. Sobre todo empezó a fijarse mucho en las mujeres, y viendo todo aquello le sobrevenían grandes melancolías”.

Esos días de libertad casi que arruinan su escasa vocación. Las ganas de ser cura se le empezaron a pasar cuando empezó a ver todo aquello que ofrecía el mundo. Pero no tenía la fuerza para darle otra orientación a su destino. A merced de su tío avaro, el único camino claro es el seminario.

sábado, 22 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (1)

Voy a recomenzar las labores de este año con un comentario sobre “El crimen del padre Amaro”, libro cuya lectura terminé en estos días y quiero recomendarles a los seguidores de esta página. Autor: el portugués José María Eça de Queiroz. Editorial: Plaza y Janés. Número de páginas: 489. Relativamente bien traducido del portugués por Damián Álvarez Villalaín.

Con la muerte del viejo párroco de la catedral, hombre ordinario y glotón, ha quedado vacante su cargo. A su entierro asiste poca gente, porque el tipo no era apreciado en su parroquia. No lo querían ni las beatas del pueblo… Su único amigo, el perro Joli, “abandonado, gemía su hambre por los portales. Era un chucho pequeño, extremadamente gordo, que guardaba varias semejanzas con el párroco”. Nadie se compadece de él y un día aparece muerto en una de las calles del pueblo.

En Leiría el único que conoce al remplazo del párroco es el canónigo Días. Se trata de Amaro Vieira, su discípulo de moral en los primeros años de seminario. “Era un muchacho menudo, apocado y lleno de granos…”, decía Días.

Desde Lisboa, le llega al canónigo Dias una carta de su antiguo discípulo. En ella le pide que le consiga una buena habitación en el pueblo, cómoda, amoblada y sobre todo barata. En esta solicitud Días ve la oportunidad de acomodar a Amaro en la casa de una viuda con la sostiene una antigua amistad, desde antes que la señora enviudara. De esta manera la viuda obtendrá un ingreso extra, que se ahorrará Días.

El día que llega Amaro al pueblo, el canónigo Días lo presenta en la casa de la viuda. Modesto pero muy bien dispuesto, el mobiliario de la casa recuerda tiempos mejores. Días le presenta a la San Joaneira, la viuda. Una hermana de ella sufre de reumatismo, y está confinada en una cama, sin esperanzas de volverse a levantar algún día.

“Una criada, esquelética y pecosa, alumbraba con un candil de petróleo”.
La única que no está en casa es Amelia, una hermosa muchacha de 22 años, hija de la viuda. Está de visita donde las Gangozo, unas beatas ricas y aburridoras, que sólo tienen vida para rezar y gastar misales y camándulas.

A Amaro que viene de una parroquia pobre, todo le parece maravilloso. Con sumo respeto saluda a la muchacha, sin reparar mucho en su belleza. La habitación de ella queda precisamente encima de la de él.

“Amaro abrió su breviario, se arrodilló a los pies de la cama, se persignó; pero estaba fatigado, le sobrevenían grandes bostezos, y entonces, arriba, a través del techo, entre las oraciones rituales que leía maquinalmente, comenzó a oír el tic-tic de los botines de Amelia y el sonido de las faldas almidonadas que sacudía al desnudarse”.