lunes, 31 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (3)

Finalmente, sin mucho entusiasmo, entra al seminario. Todos sus compañeros añoran algo querido que han dejado en sus tierras. «Amaro no dejaba atrás cosas queridas: venía de la brutalidad de su tío, del rostro hastiado de su tía cubierto de polvos de arroz; pero sin darse cuenta también empezó a sentir nostalgia de sus paseos dominicales, de la luz de gas y de los regresos de la escuela con los libros atados con una correa…» No obstante, poco a poco, fue «entrando como una oveja indolente en la disciplina del seminario».

Su preocupación constante por las mujeres no lo abandona en ningún momento. El tipo está en plena adolescencia y su sexualidad naciente no le da tregua. Pero así como el que ve los manjares, detrás de una vidriera, sin esperanzas de probarlos, Amaro, pensando en las mujeres, sufría y su hambre se acrecentaba.

Algunos compañeros se forjaban grandes sueños con su futuro. Unos querían ser misioneros en lejanas tierras y redimir paganos; otros, menos dados a la aventura, cardenales o al menos obispos, y vivir cómodamente de las dádivas de las beatas. Otros querían ser militares e imponerse sobre los débiles. Pero amaro no deseaba nada.

Para sus compañeros, la vida en el seminario era prácticamente una condena. Oyéndolos hablar de planes para fugarse, Amaro quedaba muy perturbado. De la misma manera que cuando oía a los curas en sus sermones hablando mal de las mujeres.

«¡Cuántas veces en los sermones había oído al profesor de moral, con su voz robusta, hablar del pecado, compararlo con la serpiente y, con palabras untuosas y gestos retorcidos, dejando caer lentamente la pompa meliflua de sus frases, aconsejar a los seminaristas que, imitando a la virgen, pisoteasen a la serpiente ominosa». Este profesor de moral tan vehemente es el mismo Dias, el que mantiene una relación amorosa con la San Joaneira, madre de Amelia, con la después Amaro tendrá sus amores.
Finalmente se ordenó como sacerdote. Sin salir del seminario recibió una carta del canónigo que había quedado a cargo del manejo del dinero que le dejó expresamente de la marquesa para costearse su educación religiosa. En ella le comunica que los bienes que ha dejado la marquesa se han terminado. Pero además le da la noticia de que su tío el tendero se murió hace un tiempo y su tía liquidó la tienda y se unió «ilegítimamente y vio sus bienes perdidos, a la par que su pureza y hoy regenta una casa de huéspedes».

En pocas palabras: ya no hay marquesa ni tío rico. De ahí en adelante tendrá que valerse por sí mismo. Y termina diciéndole que hay una vacante en Feriâo, una parroquia pobre, que con la ayuda de algunas personas influyentes se la podrá conseguir.

Con la ayuda de Liset y el rector del seminario, Amaro consigue que lo destinen a la parroquia de Feriâo, un lugar de pastores, deshabitado en el invierno. Estuvo desde octubre hasta el final «de las nieves», como llama Eça de Queiroz a la temporada de invierno. «Allá pasó el tiempo muy ocioso, rumiando su aburrimiento junto al fuego, oyendo al invierno bramar afuera, en la sierra».

Cuando tiene la primera oportunidad regresa a Lisboa. «Los aires limpios y vivos de la sierra habían fortalecido su sangre, volvía robusto, recio, simpático, con buen color en la piel trigueña». Visita a su tía, que ahora es beata y lo recibe emocionada, y se presenta ante las hijas de la marquesa.

jueves, 27 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (2)

Amado Vieira había nacido en la casa de la marquesa de Alegros. Su padre era criado del marqués y su madre doncella de la marquesa. Siendo todavía un niño, Amaro quedó huérfano. Sus únicos parientes eran una hermana, que siempre había vivido con la abuela, y un tío tendero, muy próspero. Pero Amaro siguió viviendo a la sombra de la marquesa, “que lo mantuvo en su casa, tácitamente adoptado; y con grandes cuidados empezó a manejar su educación”.

Después de enviudar, la marquesa pasaba la mayor parte del tiempo en su quinta de Carcavelos, entregada a sus desvaríos religiosos. Tenía dos hijas, educadas “en el temor de Dios y en las preocupaciones de la moda, eran beatas y chic a la vez”, “hablaban con igual fervor de la humildad cristiana que del último figurín de Bruselas. Eran tan cristianas, que un periodista de la época había dicho de ellas: “todos los días piensan en la toilette con que entraran en el paraíso”.

En aquella vida de retiro, al lado de su protectora, Amaro se crío en medio de curas, misas, oraciones y ornamentos. No corría al aire libre ni jugaba. Ni se reía a carcajadas. Según los criados, era una mosquita muerta. Su vida se desarrollaba metido entre las faldas de las mujeres, que todo el día hablaban de santos. En las noches, sufría de miedos. Dormía con la lámpara encendida, al lado de una vieja ama.
“A los once años ayudaba a la misa y los domingos limpiaba la capilla”. Aunque crecía, su aspecto seguía siendo el mismo. Vivía metido en las habitaciones de las criadas y era el hazmerreir de ellas. Extremadamente perezoso, por las mañanas “costaba trabajo arrancarlo de una somnolencia enfermiza, que lo dejaba como derretido, envuelto entre las mantas y abrazado a la almohada.”

Un domingo por la mañana, después de misa, la marquesa cayó al suelo, muerta, víctima de una apoplejía; lo que hoy denominamos derrame cerebral; un accidente circulatorio que al parecer en aquellos tiempos era bastante más frecuente que hoy.

Liberadas de su madre, las hijas dejaron la quinta de Carcavelos y se fueron para Lisboa a casa de una tía materna. Sin sol y sin alero, Amaro fue enviado a la casa de su tío, el tendero. Lejos del elemento femenino, a cuya sombra había crecido en Carcavelos, quiso buscar la protección de su tía. Pero ésta poca atención le prestaba. Hija de un funcionario pobre, se había casado con el tendero para tener segura la comida. Le pasó lo que a muchas: arregló la comida pero dañó la dormida. Odiaba de muerte a su marido. Se pasaba el día vestida de seda, cubierta de polvos, leyendo novelas y esperando el paso del galán del pueblo, que todas las tardes pasaba bajo de su ventana.

Avaro y obeso, su tío vio en Amaro la herramienta imprevista y lo puso al frente del mostrador. “Su tía le llamaba el cebolla y su tío el burro. Les dolía hasta el raquítico pedazo de carne de vaca que le daban en la comida”
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Hastiado al lado de sus tíos, Amaro ansiaba el seminario como una liberación. Nunca le habían preguntado qué quería hacer ni sentía una vocación, una voz interior que lo impeliera a hacer o ser algo. Pero le parecía cómoda la vida que llevaban los curas, dando misas y cantando, cuchicheando, siempre entre mujeres, y recibiendo regalos.
“Un año antes de entrar al seminario, su tío lo envió a un maestro para que perfeccionase el latín y lo dispensó de estar en el mostrador”. Por primera vez en su vida fue libre. “Vio la ciudad, los juegos de los niños, se asomó a las puertas de los cafés, leyó las carteleras de los teatros. Sobre todo empezó a fijarse mucho en las mujeres, y viendo todo aquello le sobrevenían grandes melancolías”.

Esos días de libertad casi que arruinan su escasa vocación. Las ganas de ser cura se le empezaron a pasar cuando empezó a ver todo aquello que ofrecía el mundo. Pero no tenía la fuerza para darle otra orientación a su destino. A merced de su tío avaro, el único camino claro es el seminario.

sábado, 22 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (1)

Voy a recomenzar las labores de este año con un comentario sobre “El crimen del padre Amaro”, libro cuya lectura terminé en estos días y quiero recomendarles a los seguidores de esta página. Autor: el portugués José María Eça de Queiroz. Editorial: Plaza y Janés. Número de páginas: 489. Relativamente bien traducido del portugués por Damián Álvarez Villalaín.

Con la muerte del viejo párroco de la catedral, hombre ordinario y glotón, ha quedado vacante su cargo. A su entierro asiste poca gente, porque el tipo no era apreciado en su parroquia. No lo querían ni las beatas del pueblo… Su único amigo, el perro Joli, “abandonado, gemía su hambre por los portales. Era un chucho pequeño, extremadamente gordo, que guardaba varias semejanzas con el párroco”. Nadie se compadece de él y un día aparece muerto en una de las calles del pueblo.

En Leiría el único que conoce al remplazo del párroco es el canónigo Días. Se trata de Amaro Vieira, su discípulo de moral en los primeros años de seminario. “Era un muchacho menudo, apocado y lleno de granos…”, decía Días.

Desde Lisboa, le llega al canónigo Dias una carta de su antiguo discípulo. En ella le pide que le consiga una buena habitación en el pueblo, cómoda, amoblada y sobre todo barata. En esta solicitud Días ve la oportunidad de acomodar a Amaro en la casa de una viuda con la sostiene una antigua amistad, desde antes que la señora enviudara. De esta manera la viuda obtendrá un ingreso extra, que se ahorrará Días.

El día que llega Amaro al pueblo, el canónigo Días lo presenta en la casa de la viuda. Modesto pero muy bien dispuesto, el mobiliario de la casa recuerda tiempos mejores. Días le presenta a la San Joaneira, la viuda. Una hermana de ella sufre de reumatismo, y está confinada en una cama, sin esperanzas de volverse a levantar algún día.

“Una criada, esquelética y pecosa, alumbraba con un candil de petróleo”.
La única que no está en casa es Amelia, una hermosa muchacha de 22 años, hija de la viuda. Está de visita donde las Gangozo, unas beatas ricas y aburridoras, que sólo tienen vida para rezar y gastar misales y camándulas.

A Amaro que viene de una parroquia pobre, todo le parece maravilloso. Con sumo respeto saluda a la muchacha, sin reparar mucho en su belleza. La habitación de ella queda precisamente encima de la de él.

“Amaro abrió su breviario, se arrodilló a los pies de la cama, se persignó; pero estaba fatigado, le sobrevenían grandes bostezos, y entonces, arriba, a través del techo, entre las oraciones rituales que leía maquinalmente, comenzó a oír el tic-tic de los botines de Amelia y el sonido de las faldas almidonadas que sacudía al desnudarse”.