sábado, 23 de julio de 2011

Memorias de Adriano




El emperador Adriano, que se había propuesto hacer un buen reinado, hizo lo necesario para lograrlo. Con los resultados de veinte años de intensa labor a la vista, a los sesenta años, “la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada”, redacta una carta para el joven Marco Aurelio Antonino, al que considera un buen sucesor.
El emperador presiente su muerte. Amo y señor del mayor imperio que haya existido; poeta, filósofo, estadista, militar, coleccionista de arte y muchas cosas más, Adriano sabe que sus días están contados. Según Hermógenes, su médico, su corazón padece de hidropesía y terminará asfixiándolo.
La carta empieza contándole a Marco los detalles de su visita al médico. “Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre”. Después de la escena de la visita, la carta continúa haciendo un balance de los aspectos más importantes de su vida y de todas sus acciones para establecer la paz en el imperio y arreglar las finanzas públicas.
En efecto, puede decirse que esa fue la época de oro del imperio, cuando el territorio alcanzó la mayor extensión y Roma la mayor gloria.
A propósito de la creación de una obra, dice Poe:
“La mayoría de los escritores, y los poetas en especial, prefieren hacernos creer que componen bajo una especie de espléndido frenesí, y se estremecerían con la idea de que el público echara una ojeada a lo que ocurre tras bambalinas, a las laboriosas y vacilantes crudezas del pensamiento, a los verdaderos designios alcanzados sólo a último momento, a los innumerables vislumbres de ideas que no llegan a manifestarse, a las fantasías plenamente maduras que hay que descartar con desesperación”.
A propósito de la escritura de su libro “Memorias de Adriano”, un libro precioso que todos deberíamos leer, nos cuenta Marguerite Yourcenar que concibió y escribió un primer borrador entre 1924 y 1929, que ‘merecidamente’ después lo destruyó.
Hacia el 27, encontró una frase en la correspondencia de Flaubert, que fue como el leitmotiv para su obra: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Entre el 34 y el 37 retomó y abandonó el proyecto muchas veces. En los diálogos que escribía, no sentía la voz de Adriano. Solamente una frase del 34 le hizo comprender que había encontrado ‘el punto de vista del libro’: “empiezo a percibir el perfil de mi muerte”. Ahí oyó la voz de Adriano. Pero estaba temprano: ‘hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años… Me hicieron falta esos años para aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo’.
En el 39, cuando empezó la guerra, dejó sus papeles en Suiza y fue a vivir a los Estados Unidos.
“En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde había dejado durante la guerra, una maleta de papeles familiares y cartas de más de 10 años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad, ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco…” ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de algunos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir el libro costara lo que costare”
El libro se publicó en Francia en 1951 ¡27 años después de haberlo empezado! Para fortuna nuestra, lo tenemos en castellano en la muy buena traducción de Julio Cortázar.