viernes, 7 de octubre de 2011

En la propia calentura, primer capítulo

“Seguí después por el atajo… Y sigo
Y seguiré muy lejos de la vía,
Porque mi corazón —ese mendigo vagabundo—
No quiere compañía.” Luis Carlos López.


¿Quién soy?

Durante muchos años he vivido con el temor de que me pueda pasar lo que le pasó a un antepasado mío, al que se le fue vida andando por todo el territorio nacional sin echar raíces en ninguna parte. Apenas se estaba estableciendo en algún sitio, cuando ya estaba llenándose de argumentos para desplazarse a otro, alegando que el clima era malsano, la gente habladora, los negocios lentos; en fin, todas las disculpas posibles con tal de irse.
Aunque nunca llevó una vida disipada, de borracho, tahúr o mujeriego; ni podría tildarse de perezoso, no acumuló riqueza alguna. Todo se le fue en trasteos, pasajes y averiguaciones. La que no aguantó ese trajín de vida fue su mujer, que murió en Manizales de un cáncer en el estómago, después de una larga y dolorosa agonía, atenuada por la morfina.
A “buey viejo, pasto tierno”, declaró poco después de enviudar, y se casó con una sobrina que tenía en Medellín. Pero ésta “murió de parto”, como decían en esos días. Repuesto de su duelo, se casó con una viuda vieja, pobre y de repeso malgeniada; un desastre de mujer, a la que conquistó a punta de cuentos, diciéndole que era dueño de los almacenes que tenían los hijos en Bogotá. Como ya no hubo manera de conseguir el pasto tierno que paladeaba con tanto placer, tuvo que conformarse con el amargo y duro pasto jecho, que ruñía con cierta resignación.
Sorprendido por la velocidad con que habían pasado los años, cualquier día se dio cuenta de que había llegado a viejo, cosa que había pretendido ignorar. En cierta forma, la buena salud con que había contado lo había engañado en ese sentido, haciéndole creer que los que envejecían eran los demás. Débil y presintiendo la muerte; para colmo, ligeramente desquiciado, tuvo que refugiarse entre sus hijos, a los cuales les fue difícil sobrellevar su carga. Molestos e incómodos, se avergonzaban de él y ni siquiera intentaban comprenderlo. Un panorama opaco, oscurecido aún más por su energúmena y exigente compañera.
Finalmente, la muerte se lo encontró en Villeta, después de uno o dos meses de lenta y penosa agonía. Cansonas y beatas, sus hijas lo acompañaron en aquellos largos y tensos días, gastando camándula sin compasión. Ansiosas, empataban un rosario con otro y las avemarías se les enredaban en la boca. Taciturna, la futura viuda no rezaba; pensaba. De seguro ya entreveía los tiempos difíciles que se le venían encima.
Después de la ceremonia del entierro uno de sus hijos les dijo a los otros:
—Señores, es hora de regresarnos. ¿Qué más esperamos aquí?
Pues bien; así como hay vidas que nos sirven de ejemplo y son dignas de imitación, hay otras que nos convidan a seguir el camino opuesto. En este sentido, la historia de este bisabuelo la pienso adoptar como un caso de pedagogía negativa, para no repetir lo que fue él. Yo también he errado por el país; inclusive de una manera más irresponsable, si se quiere. Aunque en mi favor puedo decir que al menos no he tenido hijos ni he pensado tenerlos nunca. De mi vida, para bien o para mal, sólo tengo que dar razón ante mí mismo. Los hijos míos, como se lo he hecho saber a mi actual compañera, son los árboles que he sembrado en antiguos potreros y cafetales; hoy bosques donde bulle la vida, que me permiten exclamar: “al menos no he perdido todo mi tiempo”. Cuando me vaya, en ellos quedará la memoria de lo que fui. Como dijo el gran jefe Sealth: “Cuando el último de los pielrojas haya desaparecido, cuando su sombra no sea más que un recuerdo en esta tierra, estas riberas y estos bosques seguirán poblados por el espíritu de mi pueblo, porque nosotros amamos este paisaje del mismo modo que el recién nacido ama los latidos del corazón de su madre”.
A mis cincuenta años es difícil enderezar la ruta; pero no imposible. En este sentido, este relato debe entenderse como un intento de cuadrar las cargas para andar el camino que falta. Para explicar lo que he sido, tengo razones de orden subjetivo: los elementos que me constituyen y definen mi conducta. Un claro ánimo libertario, por llamarlo de alguna manera, y cierta altanería heredada de mis tíos maternos, me han hecho enfrentar la vida de una determinada manera que me impide tragar entero y aceptar las cosas como vengan. Esa característica me inhabilitó para trabajar en empresas organizadas, donde hay reglas claras para someterse a una jerarquía; y en últimas, para obedecer. Por otra parte, un profundo sentido de la sociabilidad, adquirido en mi lejana infancia, me lleva a tratar de comprender a los demás; a meterme en sus zapatos, un ejercicio poco practicado por los cristianos de estas latitudes, que tanto cacaraquean su amor al prójimo.
Pero también tengo razones de orden objetivo: me refiero a los obstáculos o facilidades que el Destino ha puesto en mi camino. Me explico: muchos de los hechos que he protagonizado a lo largo de mi vida, consignados en este relato, que algunos reprobarán, no podía evitarlos. Solos, no podemos cambiar la realidad; a lo sumo nos podemos acomodar a ella. En mi caso, dada mi condición de libertario e independiente, nunca consideré conveniente establecerme en ninguna parte. Pero también debo decir que las características de mi oficio hacían obligatoria esa trashumancia de la que ahora me duelo. Cuando se acaba la cosecha en una región, fuera de salir para otra parte en donde apenas esté empezando a madurar el grano, ¿qué otra cosa se puede hacer? Y cuando se acaba el café en todas partes, ¿qué otra cosa se puede hacer diferente a salir a hacer deshierbas y abonamientos por cualquier salario? Claro que en nuestra manera desordenada de vivir en las épocas de bonanza despilfarrábamos sin ninguna consideración nuestros ingresos y después pasábamos toda clase de afugias cuando llegaba la época de las vacas flacas.
También he intentado varias veces establecerme en algún oficio en las ollas de Armenia, vendiendo ropa de segunda en los andenes, en el llamado rebusque. Pero ésta es una actividad incierta, que no me ha permitido una estabilidad. Sólo el hecho de pertenecer al comercio informal la hace inestable y propensa a las persecuciones de la policía, tan curiosamente eficiente cuando se trata de perseguir a los pobres.
Como se verá en el relato que sigue, mis actividades han estado muchas veces al margen de la ley, o más allá del margen; porque de alguna manera ser pobre en Colombia es estar por fuera de la ley.
Los momentos más difíciles de la vida me los ha hecho llevaderos un cierto ánimo filosófico; la tendencia a comprenderme y comprender a los demás, que ya he mencionado. Creo que ahí está la verdadera sabiduría. Pero mi drama también ha sido no sólo cómo conseguir el sustento, sino cómo encontrarle un sentido a mi vida. Porque todas las miserias son llevaderas, menos la de no saber qué hacer con nuestra vida; no tener un objetivo ni un rumbo.
En este peregrinaje, lejos de mis familiares, de los que la vida me fue alejando, me ha acompañado una gran afición por la práctica del fútbol. En mi calidad de portero, he jugado en cuanta vereda de la zona cafetera tenga una cancha o algo que se le parezca; he organizado campeonatos y he dejado instalada una cierta afición que ha perdurado aún en mi ausencia, según me lo han hecho saber. Ya no juego tanto como antes, porque los años no pasan en vano. Pero en cierta medida, el fútbol fue mi tarjeta de presentación para hacerme conocer en toda la zona cafetera.
Finalmente, aunque la canción de Pedro Infante dice que “el amor del hombre pobre es como el del gallo enano, que en correr y no alcanzar se le pasa todo el año”, en mi calidad de pobre no me ha faltado el amor de una que otra mujer que ha hecho este viaje más llevadero. A veces siento culpas con algunas, porque pienso que no me comporté de la mejor manera con ellas; y rencores con otras que me hicieron pasar momentos amargos. Con unas y otras quiero reconciliarme y aceptar que en esos temas del amor nada es fácil; vamos aprendiendo a medida que damos y recibimos golpes.
Aspiro a tener algún día un pedazo de tierra, en donde pueda acomodarme; para que este gitano que llevo adentro encuentre por fin una base donde pueda pasar el resto de sus días.