miércoles, 29 de agosto de 2012

El Último Encuentro (II)



Las cortinas y la araña del gran salón empiezan a moverse. Afuera ha empezado una tormenta. Un rayo daña la central eléctrica de la ciudad. Alumbrados por el fuego de la chimenea y dos velas solitarias que han quedado encendidas, nuestros amigos continúan su diálogo. Parece que van entrando en materia.

—Los dos sabíamos que nos volveríamos a ver —dice Henrik—, y que con ello se acabaría todo. Se acabaría nuestra vida y todo lo que hasta ahora ha llenado nuestra vida de contenido y de tensión. Porque los secretos que se oponen entre nosotros tienen una fuerza peculiar… Y mientras uno tenga algo que hacer en esta tierra se mantiene con vida.
Según lo visto en este libro, en La Hermana y en La Mujer Justa, el ambiente en que mejor se mueve Márai es el monólogo. En este libro el que habla es Henrik; tal vez sea el que tiene más cosas guardadas; supuestamente es el ofendido. Él que ha meditado más sobre el tema en la soledad de su vida y de sus bosques.

Henrik acusa a Konrad de haber huido intempestivamente de Viena. Y lo que es peor: de haberlo traicionado a él, su mejor amigo. Pero aquella traición había empezado tres años antes, cuando Konrad se cambió de casa; una casa a la cual nunca había invitado a su amigo. Cuando Henrik supo de su huida,  va a buscarlo a esa casa. Es la primera vez que va. Está observando con detalle, sorprendido, el lujo y el cuidado con que la ha adornado su amigo, cuando entra Krisztina, su esposa. Naturalmente, Henrik piensa que ésa no era la primera vez que ella iba a la casa de su amigo.

—Te fuiste sin despedirte, aunque no del todo, puesto que el día anterior, durante la cacería, había ocurrido algo cuyo significado comprendí más adelante, y aquello ya había sido una despedida.

La cacería a la que alude Henrik se había organizado la víspera, en sus bosques. En esa cacería Konrad había pensado matarlo. Al amanecer, “el momento en que la noche todavía está viva”, Konrad estaba a sus espaldas; a trescientos pasos, entre los dos, apareció un ciervo. Henrik sintió cuando su amigo montó el gatillo de la escopeta. Era imposible que estuviera pensando en dispararle al ciervo, estando él en la línea de tiro. No quiso mirarle a la cara. Sólo esperó a ver qué pasaba.

Ante la terrible acusación, Konrad calla.

—La verdad era que tú me habías odiado durante veintidós años… El ciervo desapareció entre los árboles, y nosotros no nos movimos. Quizás si te hubiese mirado a la cara en aquel instante, me habría enterado de todo… A mitad del camino, mientras subíamos a la cima del monte, te dije: ‘Has fallado’. No respondiste. Aquel silencio fue como una confesión.

Cuando los cazadores se dispersan por el bosque, Konrad regresa a Viena, sin decírselo a nadie. Por la noche regresa, vestido de gala, a cenar en la mansión. Henrik no ha visto a Krisztina en todo el día. La encuentra concentrada en la lectura de un libro sobre la vida en el trópico. Pálida, mira un rato a Henrik, sin decirle una sola palabra. ¿Estaría enterada de los planes de Konrad? El narrador no lo dice. Pero si también estaba leyendo un libro sobre la vida en el trópico, el lugar de la tierra para donde piensa marcharse Konrad, un libro que después sabremos que se lo ha pasado él mismo, es porque en efecto está al tanto de todo.

En la conversación que se desarrolla mientras cenan, los únicos que hablan son Krisztina y Konrad. Hablan del trópico, tema del que está excluido Henrik, que poco o nada sabe de él. Con mucho interés, Konrad le pregunta si ella sería capaz de adaptarse a esa vida, habiendo vivido siempre en un país de estaciones. Cuando Krisztina y Konrad se han retirado, Henrik ojea el libro y piensa: “Krisztina no está contenta aquí, desea irse. Está pensando en mundos lejanos… Quizás esté deseando huir de aquí”.

En cuanto a las consecuencias que estos sucesos tuvieron en la vida matrimonial de Henrik, éste le cuenta al invitado:

—No solamente tú cenaste con ella esa noche por última vez, sino que yo también. Porque todo había ocurrido entre nosotros tres aquel día, de la manera como tenía que ocurrir. Vivió ocho años más, pero jamás nos volvimos a hablar.

Para terminar el monólogo, que es prácticamente su venganza, Henrik le dice a Konrad que quiere hacerle dos preguntas. Que no le va a preguntar si lo intentó matar el día de la cacería o si fue amante de Krisztina. Esas preguntas ya han tenido respuesta. Además, “¿qué significa la fidelidad, qué esperamos de la persona a la que amamos? Cuando le exigimos a alguien fidelidad, ¿es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a esa persona a la que se la exigimos?” La primera pregunta es: “¿sabía Krisztina que tú ibas a matarme aquella mañana, en la cacería?” Pero apenas la formula, decide cambiarla. Dice: “Krisztina dijo que eras un cobarde, yo pregunto: ¿cobarde porque el plan no se había cumplido?

Al amanecer, ya para irse, el invitado que se ha negado a contestar a la primera pregunta, le dice a su antiguo amigo:

—¿Y cuál era la otra?

—La otra es si esa penosa atracción por una mujer que ha muerto no habrá sido el contenido de nuestras vidas. ¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase?

—¿Por qué me lo preguntas? —dice el otro con calma—. Sabes que es así.

En verdad, con su última pregunta el ofendido le perdona al amigo. ¿Por qué el amigo no podía enamorarse perdidamente de la mujer del otro? ¿Y por qué la que ha sido su mujer no puede enamorarse del otro? ¿Qué propiedad tiene el marido sobre su mujer?    


miércoles, 15 de agosto de 2012

El Último Encuentro, Sándor Márai (I)


Editorial Salamandra, julio del 2006, 188 páginas. Bien traducido del húngaro por Julius Xantus Szarvas.

Próximos a cumplir setenta y cinco años de vida, dos hombres que fueron grandes amigos en su juventud, que no se ven desde hace cuarenta y un años, se reúnen en la casa de uno de ellos para tratar unos asuntos importantes que ocurrieron en el pasado; asuntos que siguen pendientes, aunque hayan pasado todos esos años, relacionados con el amor hacia una misma mujer y la amistad que existió entre ellos.

Desde que empezaron su carrera militar en Viena, a finales del siglo XIX, había surgido entre ellos una intensa amistad, al estilo de aquellas que surgen entre los adolescentes. Cuando se conocieron, tenían diez años. En la Academia Militar dormían en camas contiguas. Desde el primer día supieron que su encuentro prevalecería durante toda su vida. Konrad, era un estudiante pobre, al que sus padres le pagaban su costosa educación a costa de renunciar a casi todo en sus vidas. Henrik, el otro, era hijo de nobles; con excepción de su época de estudiante vivida en Viena y del año de luna de miel en que viajó con su esposa por Europa y el Oriente, había vivido toda la vida en la mansión familiar. Conocía tanto su habitación que sabía que “había diecisiete pasos desde la pared del jardín hasta la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión”.

En aquella mansión también habían vivido sus padres. Su padre amaba la cacería en la misma medida en que su madre la detestaba. La condesa, madre de Henrik, “había prohibido que los cazadores entraran en la mansión; mandó que hiciesen desaparecer todo lo que recordase la caza… Fue entonces cuando el capitán de la guardia imperial mandó construir la casa del bosque…” Y después de trasladar todas sus armas y demás elementos se trasladó a vivir él, y sólo iba a la mansión a las horas de las comidas.

Konrad tenía un refugio adonde su amigo no podía seguirle: la música. “La escuchaba con la misma atención que presta un condenado en su celda al ruido de pasos que quizás lleven la noticia de su salvación. En esos momentos no oía a los se dirigían a él… En esos momentos Konrad no era un soldado”. Una noche, después de oír y ver a Konrad tocar la polonesa-Fantasía de Chopin, el padre de Henrik dijo: “Konrad nunca será un soldado, porque es diferente”.

Por influencias del padre de Henrik, los jóvenes pasaron los primeros años de servicio cerca de la corte, en una casa que les alquiló aquél cerca al Schönbrunn, en el barrio de Hietzing. A veces Konrad pasaba semanas enteras sin salir de la casa en horas de la noche; en parte por sus hábitos solitarios, en parte porque no disponía de dinero como su amigo que llevaba una agitada vida social. “Llegaba del mundo exterior, donde sonaba la música en los restaurantes, en las salas de baile, en los salones del centro de la ciudad, aunque se trataba de una música distinta de la que su amigo prefería. Esa música sonaba para que la vida fuera más placentera, más festiva, para que brillaran los ojos de las señoras… La música que Konrad prefería no sonaba para que la gente olvidara ciertas cosas, sino que despertaba pasiones, despertaba incluso un sentimiento de culpa, y su propósito era lograr que la vida fuera más real en el corazón y en la mente de los seres humanos…”

Es importante tener en cuenta todo el énfasis de Márai en decirnos que la música para ambos jóvenes tenía un significado diferente.

Aunque están viviendo lejos el uno del otro y llevan cuarenta y un años sin verse, algún día convienen una cita. Ese día la mansión es transformada. Las telarañas y el polvo que se habían acumulado durante años, son limpiados por la numerosa servidumbre; tal vez desde la época en que Henrik había estado casado nadie se había preocupado por ponerles flores en los jarrones ni limpiar cuartos y paredes con el mismo esmero con el que lo habían hecho antes. “La mansión había empezado a revivir en las últimas horas, como un mecanismo el que le hubiesen dado cuerda”… “Los objetos parecían recobrar el sentido de su ser”. Mientras dirige la operación de limpieza, Henrik está pendiente de que todo esté igual que hace cuarenta y un años.

—Ese sillón de cuero estaba a la derecha —observó.

—¿Qué quieres de ese hombre? —preguntó de repente la nodriza, que ya tiene noventa y cuatro años.
                 
—La verdad —respondió el general.   

Finalmente llega el invitado. Después de que se observan minuciosamente para ver qué huellas ha dejado en sus rostros el paso del tiempo, exclaman: “hemos pasado la prueba”.
Después de la comida, mientras se toman unos vinos, siguen conversando sobre la vida en el trópico que ha llevado Konrad desde que se fue de Viena; conversan sobre la guerra del 14, que Konrad pasó en Singapur, mientras que Henrik tuvo que participar en ella, puesto que todavía estaba de servicio. De repente Konrad pregunta:

—¿Cuándo murió Krisztina?

—¿Y cómo sabes que ella ha muerto? —pregunta Henrik.

—Si no está aquí sentada con nosotros, ¿en dónde más puede estar? Sólo en la tumba. ¿Hace mucho que murió?

—Ocho años después de que tú te fueras.

Henrik le pregunta a Konrad si tocó la polonesa-Fantasía mientras estuvo en el trópico. Konrad responde:

—No. Nunca he tocado nada de Chopin en el trópico.

sábado, 4 de agosto de 2012

La Mujer Justa, de Sándor Márai (II)


Al igual que las dos primeras partes, la tercera también es un monólogo. Fue escrita después en Italia, donde Márai se exilió durante la Segunda Guerra, antes de partir para los Estados Unidos, donde pasó el resto de su vida. Las dos primeras fueron publicadas en Hungría, en 1941. La tercera fue añadida a la versión alemana de 1949.

Judith se dirige a su nuevo compañero sentimental, un baterista de orquesta, al parecer más interesado en las pertenencias que aún le quedan a ella, que en su amor. Cosa que ella sabe y no le reprocha. Pasan una temporada en una posada romana, gastándose lo último que le queda a ella de los saqueos que les hizo a Peter y su familia; “con esos robos –dice-, yo no buscaba beneficio sino justicia”; casualmente, están alojados en el mismo cuarto donde había vivido el escritor Lázár durante la guerra. Aunque en su relato se refiere a su relación con Peter, Judith hace mucho énfasis al decir que se casó con él sin sentir la menor brizna de amor.

A diferencia de la primera esposa de Peter que sólo habla de su matrimonio, Judith habla sobre lo divino y lo humano. En primer lugar, hace un análisis sobre la vida tan curiosa que llevaban sus patrones ricos. “Comprendí que todas las cosas con que abarrotaban la casa no eran para ellos meros objetos útiles sino una auténtica obsesión”. O de los ricos que seguían viviendo como tales en medio de la guerra, como la señora que hacía dieta y se arreglaba las uñas en el sótano en la época de los bombardeos. Después se detiene a recordar a Lázár, que sin dudas es el mismo Márai. Un retrato donde el escritor no se pinta satisfecho con la vida que lleva ni con su oficio. “Cuando lo conocí, él estaba dispuesto a matar, a estrangular al escritor que había en él”, dice Judith.

Una de las cosas que más ofendían a Judith cuando era criada, era la bondad con que la trataban la señora y el señorito, como ella le llama al que iba a ser su esposo. En cambio, “con el ilustre señor hice las paces pronto”. La diferencia estaba en que el ilustre señor la trataba como a una cosa, sin ninguna compasión por su pobreza.

La historia de Judith no es un pasaje autobiográfico de Márai, porque éste se casó a los 23 años con una mujer judía, de una acaudalada familia burguesa, a la que amó intensamente, según dicen sus biógrafos, y con la que convivió hasta la muerte de ella, sesenta años después.

Otra cosa que Judith examina con detalle es la guerra. Las consecuencias que ésta tuvo para sus vidas; y para Hungría, que en la guerra estuvo en manos de los alemanes y al final pasó a manos de los rusos. Aunque Judith no parece ser una persona sensible, no deja de registrar el dolor de ver a la hermosa Buda-Pest destrozada, y su gente aterrorizada, huyendo de los bombardeos y defendiéndose del hambre; una guerra que igualó por lo bajo a pobres y ricos. Judith nos cuenta de una condesa que estaba vendiendo buñuelos sentada en un andén, como lo habían hecho siempre las mujeres pobres.

Para Marai, un novelista exitoso y reconocido en ese momento, la guerra significó el exilio y el anonimato. Los rusos lo trataron como burgués y decadente, dos adjetivos fatales en esa época del llamado socialismo soviético, con los cuales liquidaban al que no pensara como ellos. “De hecho –dice Judith-, cuando yo lo conocí ya no aparecía en la prensa. Antes, por lo visto, había tenido algo de fama. Pero al final de la guerra ya lo habían olvidado”.

Del pesimismo que invadió a la humanidad, después de asistir a ese desastre que fue la guerra, no se salva Márai. Incluso su vocera, Judith, nos dice: “él era un escritor que ya no quería escribir porque no creía que la palabra escrita pudiera cambiar nada en la naturaleza humana”.