Iván murió cinco años después, ciego, loco y hasta olvidado por nosotros.
Si me he detenido en su doloroso final, ha sido porque su “accidente”, como se le quiso presentar en un principio, para ocultar toda la tragedia, significó un golpe tremendo para Estanislao, pues ése era su discípulo amado; y significó también el desmoronamiento de todos los grupos y de todas las ilusiones que nos habíamos hecho con la Revolución Colombiana. Esta fue la noche oscura en que nos sumergimos durante varios meses.
Pero la vida seguía. Llegaban los días con nuevas inquietudes. Como decía un amigo: nos defendíamos como un gato patas-arriba: con todo, patas, uñas, dientes, etc.
Un día, Beatriz me dijo que para que nuestra relación funcionara bien deberíamos ser sicoanalizados. ¿Y ante quién acudir? Ante Estanislao.
Subimos a San Cristóbal.
Los Zuleta habitaban en una típica casa de campo antioqueña, con un gran patio interior, muchas habitaciones y rodeada de amplios corredores. Muy amantes de los animales, tenían perros, palomas y gato; y si el espacio se los hubiera permitido habrían tenido vaca y caballo.
Enseguida del comedor, Estanislao tenía su biblioteca, que mantenía en un absoluto desorden. A lápiz o con lapiceros ordinarios, con una caligrafía muy pulida, llevaba cantidades enormes de fichas bibliográficas. Recuerdo en especial el libro En Busca del Tiempo Perdido completamente lleno de fichas y desempastado, prueba de las muchas lecturas que le había hecho, y que tanto nos enseñó a estimar.
La vida que llevaban era austera. Los muebles de la casa estaban acabados hacía años. No era raro que cuando llegara gente de afuera, tuvieran que despertar a los perros que solían hacer pereza acostados en ellos. Los cojines estaban deshilachados. En la sala y en el resto de la casa no se veía lo que suelen llamar “adornos”, o sea objetos de cerámica, metálicos o de madera, con los cuales se pretende mejorar un ambiente o un espacio. En cambio, las paredes estaban embellecidas con reproducciones de obras famosas de los pintores impresionistas y de Picasso, principalmente. Y a diferencia de las familias de clase media que gastan poco en comida para aparentar en otras cosas, allí no se aparentaba para comer bien. Y siempre había comida de más para el amigo que llegaba a última hora.
En el ánimo de llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias, Estanislao sacó los hijos del colegio. Según él, del colegio sólo servían los primeros años en los se aprende a leer y escribir y a sumar y restar. ¡Y pare de contar! De allí en adelante no se aprende nada más. El caso más patético que esgrimía él era el de la enseñanza del inglés, obligatorio en todos nuestros pénsumes, que a ningún estudiante le ha servido de nada.
El día que llegamos con Beatriz a la casa de Estanislao a hablar lo del análisis, éste estaba encerrado en su biblioteca. Estaba en uno de esos períodos en los que no bebía una gota de alcohol y trabajaba y leía a un ritmo prodigioso; hacía gimnasia a diario, se quemaba al sol, seguía dietas y se aislaba bastante de sus amigos. Porque había otros momentos en los que estaba de “racha”, o soltaba la gata, como decimos en Antioquia, en los que necesitaba mucho de los amigos, comía a deshoras, leía poco y conversaba mucho, con una lucidez envidiable. Sus amigos sabíamos que en ésas épocas en que estaba de “racha” estaba maltratando su salud pero nos estaba entregando lo mejor de él.
Ése día, aunque estaba muy ocupado, Yolanda lo llamó, y nosotros sin mayores rodeos le expresamos nuestra tonta inquietud. Sin mayores rodeos también nos dijo que no, que después de lo sucedido con Iván él jamás volvería a tener pacientes. La negativa tan rotunda no nos amilanó. Y ahora pienso que lo que en el fondo buscábamos era un acercamiento; el cuento del análisis era más bien una disculpa, puesto que a partir de ese día empezamos una tímido amistad, que con los días se fue haciendo necesaria y grata, de parte y parte. Un tiempo después subimos varios amigos, entre los cuales nos encontrábamos Luz Arango, Fernando Viviescas, Esperanza Álvarez, Fernando Orozco, Ligia Teresa Peláez, Beatriz García y yo, y estuvimos conversando con Estanislao y Yolanda muy animadamente.
Con cierta timidez le pregunté su opinión sobre el Marqués de Sade, a lo cual me contestó que le encantaba y que conocía prácticamente toda su obra. Decía que entre las obras que más le gustaban se encontraba “Los infortunios de la virtud”, lo cual secretamente me produjo un gran placer, puesto que a mí también ése es el libro que más me gusta de Sade. Habló también de Poe, por el que sentía un gran respeto, y lo ponderaba como el mejor cuentista. Claro que cuando conocimos la traducción de Jorge Luis Borges de “Bartleby, el escribiente”, de Melville, creo que cambió de opinión.
Para ésos días contaba Estanislao con 36 años de edad y ya tenía un cúmulo de lecturas impresionante. Sin embargo sostenía que en el caso de Faulkner, Cervantes o Shakespeare podrían llevar en un maletín pequeño los libros que se habían leído en su vida; y que esto no los demeritaba, puesto que lo importante no es el número de libros que hayamos leído sino la influencia que nos hayan dejado. A propósito de los que subrayan libros, decía: “como los libros no dejan huellas en ellos, ellos dejan huellas en los libros”.
Con esos mismos amigos que he mencionado se fue conformando un nuevo grupo alrededor de Estanislao y Yolanda. La desbandada que había originado el suceso de Iván nos había dejado a todos muy solos y entonces subíamos a San Cristóbal con la disculpa de acompañar a Estanislao. Pero pensándolo ahora, a la distancia, nosotros estábamos subyugados por esa personalidad de la que parecía emanar el saber.
Recuerdo que por aquellos días de ése período de acercamiento subimos carne, verduras y una cantidad respetable de aguardiente y organizamos una velada sumamente agradable. En algún momento uno de mis cuñados, que estaba enfrascado en una discusión con otro, dijo:
-Apuesto a que es así como le estoy diciendo.
-¿Cuánto apuesta?- preguntó el otro, aceptando el reto.
Entonces intervino Estanislao, muy burlón, y les dijo:
-No sean tan antioqueños, hombre. ¡A la verdad no se apuesta!
Antioqueñísimo el también, comió arepa hasta el último día, pero también hasta el final se burló de la pasión por el tango, la dificultad para el baile, el exceso de aseo y el carácter dominante de las señoras antioqueñas; y en fin, de todos los rasgos que nos diferencian de las otras comarcas. Siempre que tocaban estos temas, recomendaba como lo mejor que se había escrito “La familia en Colombia”, de Virginia Gutiérrez de Pineda. Su crítica no era moral sino antropológica. Ayudado por el sicoanálisis y por sus lecturas, podía ver a este pueblo tan querido desde una perspectiva muy distinta. Y en su último año en Cali lo añoraba; tenía planeado jubilarse, pues ya estaba próximo a cumplir el tiempo de trabajo y la edad, y volver al oriente antioqueño a comprar una finquita y dedicarse con calma a leer tantas cosas que tenía en proyecto.
Poco a poco, como ya he dicho, fuimos conformando un nuevo grupo. Un día el mismo Estanislao propuso que leyéramos un texto sobre la afasia, escrito por Román Jacobson. Nos reuníamos todos los sábados por la tarde, y Estanislao exponía con todo lujo de detalles. Recuerdo que acudía mucho al ejemplo de Proust, al que no se le podía tildar de afásico. Atacaba la afasia vehementemente. Pero no aquella que diagnostican los neurólogos en pacientes que han sufrido trombosis y que difícilmente hablan; la encontraba incómodamente cercana a nuestras vidas normales, que no podemos desarrollar una idea ni escribir coherentemente sobre algo; la relacionaba directamente con el miedo a pensar, uno de los mayores temores de la criatura humana.
El día que terminamos la lectura del texto de Jacobson, Estanislao dijo que disolviéramos el grupo, puesto que no íbamos a llegar muy lejos en la posición oral en que nos encontrábamos: “mamando la teta de la cultura”; que así nadie había aprendido nunca; que el estudio tenía que estar ligado al trabajo, pues de lo contrario era mera instrucción burguesa. No entiendo muy bien lo que quiso decir con aquello de “mera instrucción burguesa”, tal vez quería decir que era algo que se hacía sin que tuviera mucha trascendencia; que poco después de recibirla se olvidaba.
A nosotros, que en verdad sólo desempeñábamos el papel de oyentes, esto nos cayó como un baldado de agua fría. Buena o mala (en todo caso, brusca), esta destetada nos asentó un poco en el piso. Todos queríamos estar a la misma altura de Estanislao, y él mismo en sus ratos de euforia decía haber leído mucha cosa inútil y que a través de su experiencia nosotros podíamos abreviar el camino. ¡Vana ilusión también! Él mismo se vio después en la obligación de cambiar cuando empezaron a caer los dogmas. Recuerdo que cuando se publicó con gran despliegue “El Archipiélago Gulag”, dijo que se trataba de una crítica de derecha, y archivó el asunto. Un tiempo después me dijo que Solzhenitsin se podía contar entre los grandes literatos rusos y que aunque El Archipiélago no era una novela se siente en muchas de sus páginas el aliento de un gran novelista.
Es cierto que en esta amistad había mucho de dependencia, pero también lo es que había de parte y parte una dependencia, una necesidad recíproca. Por esto el grupo siguió cohesionado y de cuando en cuando subíamos a San Cristóbal, algo temerosos de una nueva andanada.
En unas reuniones inolvidables, en las que era condición haber leído el texto que iba a tratar, nos expuso con lujo de detalles “El escarabajo de oro” y “Un descenso dentro del Maelström”, de Poe. El primero lo pintaba como un modelo de investigación. El segundo lo relacionaba hasta con el mito de la caverna de Platón.
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