Siempre he pensado que el conocimiento no se transmite; lo que se transmite es el amor al conocimiento, el deseo de saber. Y aquel que tiene esa capacidad de hacernos amar algo es un maestro en el sentido clásico de la palabra. Y ése es el apelativo más honroso con que debemos rendirle memoria a Estanislao Zuleta.
En deuda con él, mi maestro, mi segundo padre, he dedicado muchas horas a evocar nuestra amistad. A su memoria -¡que perdure siempre!- van dedicados estos recuerdos.
1
Corría el año de 1971.
Funcionaban por aquel entonces en Medellín varios grupos de estudio de El Capital, a los cuales eran invitados estudiantes y profesores inquietos, expresión que se usaba para diferenciarlos de los activistas; es decir, de aquellos que consideraban que la acción estaba por encima de todo. Tanto inquietos como activistas eran considerados de izquierda, pero los primeros se consideraban de un material más trabajable que los segundos, que definitivamente no tenían salvación.
Mi militancia en la izquierda no había consistido más que en tirar piedra desde el año 66, año en que ingresé a la Universidad. En esta actividad no me fue difícil sobresalir porque de los 10 a los 15 no hice otra cosa distinta en el barrio Belén de Manizales.
Sin embargo fui llamado a los grupos, en calidad de inquieto. Recuerdo que entre mis compañeros de grupo se sostenía que la burguesía le temía más al estudioso que al tirapiedras, y esto nos producía un ingenuo orgullo. Si, había algo de ingenuidad, pero también un deseo de conferirle un nuevo sentido a todo y de encontrarle alguna salida a la vida.
Nuestro grupo era dirigido por dos damas, estudiantes de arquitectura y de él hacíamos parte unos quince estudiantes de agronomía, economía agrícola y zootecnia.
Se decía que nuestra organización era muy grande, que tenía grupos en Bogotá y en Cali, y que una vez que hubiéramos estudiado siquiera el primer tomo cada cual debería conformar un nuevo grupo, y que de esta manera el crecimiento de los grupos sería exponencial, y que la tan ansiada revolución era cosa de pocos años; unos cinco, según Iván Villegas, personaje de referencia obligada en estas páginas.
Para la lectura del primer capítulo contamos con la ayuda de unas conferencias de Estanislao, personaje mítico para todos nosotros. Recuerdo que a la frase inicial de Marx “a primera vista…”, le sacaba punta de una manera que a mí me dejaba lelo. Después de haber sido siempre un lector desprevenido, guiado únicamente por el gusto, aquello era una verdadera novedad para mí. Y si esto era para la primera página, ¿qué no decir del primer párrafo? Los comentarios al primer capítulo duraron bastante más de un mes, y eso con tres sesiones semanales bastante largas. Los más activistas del grupo echaron cuentas y declararon que cuando acabáramos el libro estaríamos viejos y que la revolución colombiana no podía esperar tanto. Las deserciones no se hicieron esperar. En dos o tres meses nuestro grupo se redujo a la mitad. Los que se iban eran activistas irredentos; los que perseverábamos nos estábamos “transformando”, otra palabra clave dentro del grupo.
A estas alturas debo confesar que la principal razón de mi perseverancia era una de las damas que dirigía nuestro grupo. Desde el primer día que la vi me tocó en lo más profundo del corazón. Había sido novia de un líder estudiantil, género que prosperaba mucho por aquel entonces, y que según los dogmas de nuestro grupo era el tipo de izquierdista que jamás podría “acceder” al conocimiento. Y por supuesto yo era el más aguerrido defensor de esta idea.
Lentos pero firmes, mis avances con esta dama me llevaron a hacer parte de un grupo superior, que ya había pasado del décimo capítulo y que a su vez estudiaba literatura, otra arma del proletariado. A su vez este grupo era de segunda categoría, puesto que dependía de un grupo principal, que dirigía el propio Estanislao.
De ese grupo padre, cuyas discusiones ni siquiera podíamos imaginar los de abajo, llegaban ecos a los estratos inferiores. Se filtraba, por ejemplo, que en ese grupo padre se tenían claros muchos aspectos de la revolución, que a su debido momento serían comunicados a los niveles más bajos.
En esta jerarquización, como en todas, se miraba hacia abajo con algún desdén y hacia arriba con cierto arrobamiento. Y la movilidad era nula. Por alguna circunstancia que más adelante mencionaré yo fui uno de los pocos que ascendió.
Dirigido por Iván Villegas, un brillante profesor de la facultad de minas, de la Universidad Nacional, el grupo de “segunda categoría”, como lo he denominado, estaba algo descompuesto. Por la época en que yo llegué le dedicaban más tiempo al alcohol que al estudio. Y en su gran mayoría todos estaban en tratamiento sicoanalítico, otro privilegio al que se accedía en estas esferas. Se sostenía, probablemente con razón, que la serie de taras adquiridas desde la infancia, al lado de los padres, hacían muy difícil, por no decir imposible, el acceso del revolucionario a la ciencia. En estas esferas observe también que se trajinaba con un lenguaje puramente sicoanalítico y que se le daba prioridad a lo que denominaban “problemas personales”, los cuales mientras más abrumado tuvieran al paciente más le destacaban ante el grupo. Una persona alegre, optimista, positiva, no hubiera encontrado cabida en un grupo de estos, puesto que se le habría considerado un perfecto estúpido.
Iván Villegas, claro está, era el más deprimido de todos; y como la depresión era cultivada en el grupo terminó dándose un balazo en la sien, que infortunadamente no lo mató, pero lo dejó como un ente por espacio de unos cinco o seis años, hasta que finalmente murió.
Todo esto ocurrió al mes o mes y medio de mi ascenso al grupo de segunda categoría. Todos, menos yo, conocían a Estanislao y su familia; al parecer, los visitaban con alguna frecuencia, pero era tal la reverencia con que se referían a ellos, que puedo asegurar que al menos en ese tiempo no establecieron más que una relación de inferioridad. La que se establece entre el sabio y los aprendices.
Habrían pasado quince días de mi ingreso a este grupo, que operaba en el corregimiento de San Cristóbal, cerca a Medellín, cuando una noche se decidió que fuéramos a la casa de Estanislao, que distaba un kilómetro de la de Iván, que era la casa donde nos reuníamos nosotros. La novia mía y su amiga vacilaron mucho antes de invitarme, puesto que siendo yo un novato de apenas el primer capítulo; tal vez no era conveniente ni bien mirada mi presencia ante Estanislao y las personas que estuvieran allí.
Sin embargo, a última hora, no tuvieron más remedio que invitarme.
De algo más de un metro con ochenta y con unos noventa kilos, la figura de Estanislao me impresionó profundamente, tanto que puedo decir como Eckermann cuando conoció a Goethe: “su persona me produjo tal impresión que puedo contar este día entre los más felices de mi vida”. Pero no aspiro a ser su Eckermann. Algo muy grave que nunca he querido investigar había ocurrido en la casa esa mañana. Todos estaban consternados. Se bebía ron a discreción; pero a diferencia de la mayoría de los borrachos que he conocido en la vida allí ninguno hablaba en tono discordante ni incoherente; por el contrario, a medida que avanzaba la noche, se le oía a Estanislao, que era el que llevaba la voz cantante, un discurso cada vez más lúcido, que casi nadie interrumpía. Recuerdo como si fuera hoy que decía que a pesar de lo ocurrido ese día siempre quedaban los libros como último recurso; que esos eran nuestros verdaderos amigos. Y tomó en sus manos un ejemplar muy desgastado del “Así hablaba Zaratustra”, de Nietzsche, y nos leyó ‘la canción de los siete sellos’, con gran lujo de comentarios. Después, haciendo alusión a otro pasaje de Nietzsche, habló de la falsedad en que se apoyan los principios de la termodinámica.
Yo lo seguía sin pestañar. Si algo hablé o pregunté fue con la simple intención de demostrar mi interés por el tema; y hacer que de esta manera continuara su disertación.
Entre tanto Iván lloraba como un niño desconsolado.
En mi calidad de nuevo, me atreví a insinuarle a mi novia que averiguáramos qué le pasaba al tipo. Pero mi sugerencia fue considerada como una impertinencia, un irrespeto a su estado.
Hoy no recuerdo qué más pasó esa noche. Sólo tengo muy presente la figura de Estanislao, con su pantalón de dril, color caqui, y un saco negro de paño, con rayas moradas, que debía ser muy viejo y que le acompañó por muchos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario