miércoles, 1 de junio de 2011

Yo, Claudio (I)

Después de leer con gran admiración el libro del inglés Robert Graves, en donde hace gala de un conocimiento profundo de la época de la Roma Imperial, me ha sobrevenido la pregunta de si semejante obra se justifica tratándose de un personaje tan simple como parece haber sido Claudio. La única justificación parece ser la dedicación de éste a la investigación histórica, de la cual hoy sólo tenemos una vaga noticia, puesto que toda su obra desapareció antes de llegar a nuestros días. Pero también es cierto que los simples son interesantes, como lo demostró Gogol en su cuento El Capote.
Nacido en el año 10 A.C., Claudio llegó al poder por un golpe del azar a la edad de 51 años, en el año 41 D.C., cuando unos pretorianos mataron a Calígula, su predecesor y sobrino, desesperados por la forma tan demencial como éste venía manejando el tesoro público y especialmente la justicia, aplicándole la pena de muerte a sus contradictores.
Mientras vivió su adolescencia en el palacio con Augusto y su poderosa esposa Livia, éstos lo consideraron algo menos que un inútil. Entre otras cosas, por boca de Claudio nos enteramos de que el verdadero poder en Roma lo tenía Livia: “Augusto mandaba a Roma, pero Livia mandaba a Augusto”. Además, nos pinta a Augusto como una especie de mentecato que poco entiende de los asuntos del Estado; idea contraria a la que ha llegado hasta nuestros días, de que era uno de los emperadores “de mostrar”. Claro que al lado de figuras como Calígula y Nerón cualquiera puede sobresalir. Augusto era hermano de Antonia, la madre de Claudio, y Livia había estado casada con su abuelo.
Su tío Tiberio, predecesor de Augusto, tampoco le tuvo mayor aprecio. El único que lo tuvo en cuenta fue su sobrino Calígula, quien durante su breve reinado de cuatro años lo nombró cónsul y senador. Es más, la actuación tan discreta que Claudio había tenido hasta entonces en la política, le sirvió para sobrevivir en las distintas conjuras que provocaron las caídas de Tiberio y Calígula.
Ni al momento de casarse “el pobre tío Claudio”, como solían decirle en familia, tuvo la opción de escoger. Las cuatro veces lo hizo porque así se lo ordenaron. La única vez que estuvo verdaderamente enamorado y en plan de casarse con una jovencita tan inteligente como hermosa, ésta fue envenenada, al parecer por Livia, que sobresalía en ese tema entre los romanos de su tiempo que no lo hacían mal.
En el momento de la conjura contra Calígula, los asesinos lo encuentran escondido detrás de una cortina. Logra salvarse de una muerte segura cuando ven en éste a un tonto que pueden usar a su antojo. Pero cuando toma posesión como “imperator” no vacila en hacerlos capturar y matar. Herodes, uno de los personajes de Claudio, el dios, y su esposa Mesalina le dice a Claudio: “He conocido listos que se fingían tontos y tontos que se fingían listos. Pero eres el primer caso que he visto de un tonto que se finge tonto. Te convertirás en un dios."