jueves, 27 de enero de 2011

El crimen del padre Amaro (2)

Amado Vieira había nacido en la casa de la marquesa de Alegros. Su padre era criado del marqués y su madre doncella de la marquesa. Siendo todavía un niño, Amaro quedó huérfano. Sus únicos parientes eran una hermana, que siempre había vivido con la abuela, y un tío tendero, muy próspero. Pero Amaro siguió viviendo a la sombra de la marquesa, “que lo mantuvo en su casa, tácitamente adoptado; y con grandes cuidados empezó a manejar su educación”.

Después de enviudar, la marquesa pasaba la mayor parte del tiempo en su quinta de Carcavelos, entregada a sus desvaríos religiosos. Tenía dos hijas, educadas “en el temor de Dios y en las preocupaciones de la moda, eran beatas y chic a la vez”, “hablaban con igual fervor de la humildad cristiana que del último figurín de Bruselas. Eran tan cristianas, que un periodista de la época había dicho de ellas: “todos los días piensan en la toilette con que entraran en el paraíso”.

En aquella vida de retiro, al lado de su protectora, Amaro se crío en medio de curas, misas, oraciones y ornamentos. No corría al aire libre ni jugaba. Ni se reía a carcajadas. Según los criados, era una mosquita muerta. Su vida se desarrollaba metido entre las faldas de las mujeres, que todo el día hablaban de santos. En las noches, sufría de miedos. Dormía con la lámpara encendida, al lado de una vieja ama.
“A los once años ayudaba a la misa y los domingos limpiaba la capilla”. Aunque crecía, su aspecto seguía siendo el mismo. Vivía metido en las habitaciones de las criadas y era el hazmerreir de ellas. Extremadamente perezoso, por las mañanas “costaba trabajo arrancarlo de una somnolencia enfermiza, que lo dejaba como derretido, envuelto entre las mantas y abrazado a la almohada.”

Un domingo por la mañana, después de misa, la marquesa cayó al suelo, muerta, víctima de una apoplejía; lo que hoy denominamos derrame cerebral; un accidente circulatorio que al parecer en aquellos tiempos era bastante más frecuente que hoy.

Liberadas de su madre, las hijas dejaron la quinta de Carcavelos y se fueron para Lisboa a casa de una tía materna. Sin sol y sin alero, Amaro fue enviado a la casa de su tío, el tendero. Lejos del elemento femenino, a cuya sombra había crecido en Carcavelos, quiso buscar la protección de su tía. Pero ésta poca atención le prestaba. Hija de un funcionario pobre, se había casado con el tendero para tener segura la comida. Le pasó lo que a muchas: arregló la comida pero dañó la dormida. Odiaba de muerte a su marido. Se pasaba el día vestida de seda, cubierta de polvos, leyendo novelas y esperando el paso del galán del pueblo, que todas las tardes pasaba bajo de su ventana.

Avaro y obeso, su tío vio en Amaro la herramienta imprevista y lo puso al frente del mostrador. “Su tía le llamaba el cebolla y su tío el burro. Les dolía hasta el raquítico pedazo de carne de vaca que le daban en la comida”
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Hastiado al lado de sus tíos, Amaro ansiaba el seminario como una liberación. Nunca le habían preguntado qué quería hacer ni sentía una vocación, una voz interior que lo impeliera a hacer o ser algo. Pero le parecía cómoda la vida que llevaban los curas, dando misas y cantando, cuchicheando, siempre entre mujeres, y recibiendo regalos.
“Un año antes de entrar al seminario, su tío lo envió a un maestro para que perfeccionase el latín y lo dispensó de estar en el mostrador”. Por primera vez en su vida fue libre. “Vio la ciudad, los juegos de los niños, se asomó a las puertas de los cafés, leyó las carteleras de los teatros. Sobre todo empezó a fijarse mucho en las mujeres, y viendo todo aquello le sobrevenían grandes melancolías”.

Esos días de libertad casi que arruinan su escasa vocación. Las ganas de ser cura se le empezaron a pasar cuando empezó a ver todo aquello que ofrecía el mundo. Pero no tenía la fuerza para darle otra orientación a su destino. A merced de su tío avaro, el único camino claro es el seminario.

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