viernes, 25 de marzo de 2011

El crimen del padre Amaro (6)

Publicado por primera vez en 1875, causó un gran escándalo. Según algunos, la intención del autor de dejar mal parado al clero de su tiempo era explicita. Probablemente haya habido algo de esto. Hay que entender que Eça de Queiroz había viajado por Europa y América, en calidad de diplomático, y en esta medida vería al Portugal de su época atrasado con respecto a los otros países en donde había vivido; y probablemente había acumulado sus buenas lecturas de escritores extranjeros.

Reconocía en Balzac y en Flaubert como sus grandes maestros.

De otra parte, hay que empezar reconociendo que el escritor debe tomar una buena distancia de sus contemporáneos; de lo contrario no podrá escribir con la suficiente seriedad sobre la vida de ellos.

Volvamos al libro.

Después de hacernos un retrato de Amaro no muy emocionante, donde nos lo pinta como un ser que prácticamente no tuvo un hogar y fue criado entre la servidumbre de la condesa, De Queiroz nos habla de Amelia. Huérfana de padre, desde los ocho años, Amelia se crió al lado de su madre, que aunque enviudó joven no volvió a contraer nuevas nupcias. Pero a la sombra de los curas organizó su vida, haciéndose amante de uno de ellos y consiguiendo el sustento para vivir.

Amelia había pasado por la escuela, sin sentir ninguna satisfacción especial. De su padre, que había sido militar, tenía recuerdos muy vagos. En términos generales, era una niña alegre. Criada en medio de algunos sacrificios, pero con mucho amor.
“Pero su mejor momento, fue cuando empezó a recibir lecciones de música. Su madre tenía en un rincón del comedor un viejo piano cubierto por un paño verde, tan desafinado que se usaba como aparador. Amelia solía canturrear por la casa; su voz fina y fresca le gustaba al señor chantre.
Al profesor de música le decían el tío Cegonha (cigüeña), porque era alto y muy flaco; además, muy pobre. Su única hija se había escapado para Lisboa con un alférez. Y al poco tiempo le llegó la noticia de que la habían visto del brazo de un marinero inglés. El recuerdo de su hija lo mantenía triste.

En el invierno tenía las manos tan engarrotadas a causa del frío que no podía tocar el teclado. Entonces Amelia se puso en la tarea de conseguirle unos guantes. Poco después ella observó que el tío Cegonha tampoco llevaba calcetines de lana, los más apropiados para enfrentar el frío que ese año había azotado cruelmente a los pobres. Entonces Amelia le consiguió unos entre los curas que frecuentaban su casa. En suma, a Amelia le atormentaba el dolor ajeno.

Casualmente, por esos días empezó a ponerse muy pálida y a sentir mareos. Cuando el médico la examinó, le dijo a su madre que la niña estaba pasando a mujer.

“—Esta chiquilla tiene la sangre muy viva. ¡Va a ser de pasiones fuertes! —Añadió el viejo médico sonriendo y aspirando su pulgarada de rapé”.

Por esos días el señor chantre, después de desayunar una sopa de ajo, sufre un ataque de apoplejía, como se les denominaba en aquellos días a los derrames cerebrales, y cae muerto. Más afectada que cuando perdió a su marido, durante dos días la Sanjoaneira llora y grita desmelenada por las habitaciones. Entonces por recomendación de doña María de Assunçao, que tenía casa en la playa, se va unos días con Amelia para el mar, mientras su dolor se va pasando.

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