Las cortinas y la
araña del gran salón empiezan a moverse. Afuera ha empezado una tormenta. Un
rayo daña la central eléctrica de la ciudad. Alumbrados por el fuego de la
chimenea y dos velas solitarias que han quedado encendidas, nuestros amigos
continúan su diálogo. Parece que van entrando en materia.
—Los dos sabíamos que
nos volveríamos a ver —dice Henrik—, y que con ello se acabaría todo. Se
acabaría nuestra vida y todo lo que hasta ahora ha llenado nuestra vida de
contenido y de tensión. Porque los secretos que se oponen entre nosotros tienen
una fuerza peculiar… Y mientras uno tenga algo que hacer en esta tierra se
mantiene con vida.
Según lo visto en
este libro, en La Hermana y en La Mujer Justa, el ambiente en que mejor se
mueve Márai es el monólogo. En este libro el que habla es Henrik; tal vez sea el
que tiene más cosas guardadas; supuestamente es el ofendido. Él que ha meditado
más sobre el tema en la soledad de su vida y de sus bosques.
Henrik acusa a Konrad
de haber huido intempestivamente de Viena. Y lo que es peor: de haberlo
traicionado a él, su mejor amigo. Pero aquella traición había empezado tres
años antes, cuando Konrad se cambió de casa; una casa a la cual nunca había
invitado a su amigo. Cuando Henrik supo de su huida, va a buscarlo a esa casa. Es la primera vez
que va. Está observando con detalle, sorprendido, el lujo y el cuidado con que
la ha adornado su amigo, cuando entra Krisztina, su esposa. Naturalmente,
Henrik piensa que ésa no era la primera vez que ella iba a la casa de su amigo.
—Te fuiste sin
despedirte, aunque no del todo, puesto que el día anterior, durante la cacería,
había ocurrido algo cuyo significado comprendí más adelante, y aquello ya había
sido una despedida.
La cacería a la que
alude Henrik se había organizado la víspera, en sus bosques. En esa cacería
Konrad había pensado matarlo. Al amanecer, “el momento en que la noche todavía
está viva”, Konrad estaba a sus espaldas; a trescientos pasos, entre los dos, apareció
un ciervo. Henrik sintió cuando su amigo montó el gatillo de la escopeta. Era
imposible que estuviera pensando en dispararle al ciervo, estando él en la
línea de tiro. No quiso mirarle a la cara. Sólo esperó a ver qué pasaba.
Ante la terrible acusación,
Konrad calla.
—La verdad era que tú
me habías odiado durante veintidós años… El ciervo desapareció entre los
árboles, y nosotros no nos movimos. Quizás si te hubiese mirado a la cara en
aquel instante, me habría enterado de todo… A mitad del camino, mientras
subíamos a la cima del monte, te dije: ‘Has fallado’. No respondiste. Aquel
silencio fue como una confesión.
Cuando los cazadores
se dispersan por el bosque, Konrad regresa a Viena, sin decírselo a nadie. Por
la noche regresa, vestido de gala, a cenar en la mansión. Henrik no ha visto a
Krisztina en todo el día. La encuentra concentrada en la lectura de un libro
sobre la vida en el trópico. Pálida, mira un rato a Henrik, sin decirle una
sola palabra. ¿Estaría enterada de los planes de Konrad? El narrador no lo
dice. Pero si también estaba leyendo un libro sobre la vida en el trópico, el
lugar de la tierra para donde piensa marcharse Konrad, un libro que después
sabremos que se lo ha pasado él mismo, es porque en efecto está al tanto de
todo.
En la conversación
que se desarrolla mientras cenan, los únicos que hablan son Krisztina y Konrad.
Hablan del trópico, tema del que está excluido Henrik, que poco o nada sabe de
él. Con mucho interés, Konrad le pregunta si ella sería capaz de adaptarse a
esa vida, habiendo vivido siempre en un país de estaciones. Cuando Krisztina y
Konrad se han retirado, Henrik ojea el libro y piensa: “Krisztina no está
contenta aquí, desea irse. Está pensando en mundos lejanos… Quizás esté
deseando huir de aquí”.
En cuanto a las
consecuencias que estos sucesos tuvieron en la vida matrimonial de Henrik, éste
le cuenta al invitado:
—No solamente tú
cenaste con ella esa noche por última vez, sino que yo también. Porque todo
había ocurrido entre nosotros tres aquel día, de la manera como tenía que
ocurrir. Vivió ocho años más, pero jamás nos volvimos a hablar.
Para terminar el
monólogo, que es prácticamente su venganza, Henrik le dice a Konrad que quiere
hacerle dos preguntas. Que no le va a preguntar si lo intentó matar el día de
la cacería o si fue amante de Krisztina. Esas preguntas ya han tenido
respuesta. Además, “¿qué significa la fidelidad, qué esperamos de la persona a
la que amamos? Cuando le exigimos a alguien fidelidad, ¿es acaso nuestro
propósito que la otra persona sea feliz? Si la otra persona no es feliz en la sutil
esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a esa persona a la que se la exigimos?” La
primera pregunta es: “¿sabía Krisztina que tú ibas a matarme aquella mañana, en
la cacería?” Pero apenas la formula, decide cambiarla. Dice: “Krisztina dijo
que eras un cobarde, yo pregunto: ¿cobarde porque el plan no se había cumplido?
Al amanecer, ya para
irse, el invitado que se ha negado a contestar a la primera pregunta, le dice a
su antiguo amigo:
—¿Y cuál era la otra?
—La otra es si esa
penosa atracción por una mujer que ha muerto no habrá sido el contenido de
nuestras vidas. ¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la
pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo y que
después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase?
—¿Por qué me lo
preguntas? —dice el otro con calma—. Sabes que es así.
En verdad, con su
última pregunta el ofendido le perdona al amigo. ¿Por qué el amigo no podía
enamorarse perdidamente de la mujer del otro? ¿Y por qué la que ha sido su mujer
no puede enamorarse del otro? ¿Qué propiedad tiene el marido sobre su mujer?
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