Al igual que las dos primeras
partes, la tercera también es un monólogo. Fue escrita después en Italia, donde
Márai se exilió durante la Segunda Guerra, antes de partir para los Estados
Unidos, donde pasó el resto de su vida. Las dos primeras fueron publicadas en Hungría, en 1941. La tercera fue añadida a la versión alemana de 1949.
Judith se dirige a su
nuevo compañero sentimental, un baterista de orquesta, al parecer más
interesado en las pertenencias que aún le quedan a ella, que en su amor. Cosa
que ella sabe y no le reprocha. Pasan una temporada en una posada romana,
gastándose lo último que le queda a ella de los saqueos que les hizo a Peter y
su familia; “con esos robos –dice-, yo no buscaba beneficio sino justicia”; casualmente,
están alojados en el mismo cuarto donde había vivido el escritor Lázár durante
la guerra. Aunque en su relato se refiere a su relación con Peter, Judith hace mucho
énfasis al decir que se casó con él sin sentir la menor brizna de amor.
A diferencia de la
primera esposa de Peter que sólo habla de su matrimonio, Judith habla sobre lo
divino y lo humano. En primer lugar, hace un análisis sobre la vida tan curiosa
que llevaban sus patrones ricos. “Comprendí que todas las cosas con que abarrotaban
la casa no eran para ellos meros objetos útiles sino una auténtica obsesión”. O
de los ricos que seguían viviendo como tales en medio de la guerra, como la
señora que hacía dieta y se arreglaba las uñas en el sótano en la época de los
bombardeos. Después se detiene a recordar a Lázár, que sin dudas es el mismo Márai.
Un retrato donde el escritor no se pinta satisfecho con la vida que lleva ni
con su oficio. “Cuando lo conocí, él estaba dispuesto a matar, a estrangular al
escritor que había en él”, dice Judith.
Una de las cosas que
más ofendían a Judith cuando era criada, era la bondad con que la trataban la
señora y el señorito, como ella le
llama al que iba a ser su esposo. En cambio, “con el ilustre señor hice las
paces pronto”. La diferencia estaba en que el ilustre señor la trataba como a
una cosa, sin ninguna compasión por su pobreza.
La historia de Judith
no es un pasaje autobiográfico de Márai, porque éste se casó a los 23 años con una mujer judía,
de una acaudalada familia burguesa, a la que amó intensamente, según dicen sus
biógrafos, y con la que convivió hasta la muerte de ella, sesenta años después.
Otra cosa que Judith
examina con detalle es la guerra. Las consecuencias que ésta tuvo para sus
vidas; y para Hungría, que en la guerra estuvo en manos de los alemanes y al
final pasó a manos de los rusos. Aunque Judith no parece ser una persona
sensible, no deja de registrar el dolor de ver a la hermosa Buda-Pest
destrozada, y su gente aterrorizada, huyendo de los bombardeos y defendiéndose
del hambre; una guerra que igualó por lo bajo a pobres y ricos. Judith nos
cuenta de una condesa que estaba vendiendo buñuelos sentada en un andén, como
lo habían hecho siempre las mujeres pobres.
Para Marai, un
novelista exitoso y reconocido en ese momento, la guerra significó el exilio y
el anonimato. Los rusos lo trataron como burgués y decadente, dos adjetivos
fatales en esa época del llamado socialismo soviético, con los cuales
liquidaban al que no pensara como ellos. “De hecho –dice Judith-, cuando yo lo
conocí ya no aparecía en la prensa. Antes, por lo visto, había tenido algo de
fama. Pero al final de la guerra ya lo habían olvidado”.
Del pesimismo que
invadió a la humanidad, después de asistir a ese desastre que fue la guerra, no
se salva Márai. Incluso su vocera, Judith, nos dice: “él era un escritor que ya
no quería escribir porque no creía que la palabra escrita pudiera cambiar nada
en la naturaleza humana”.
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