miércoles, 15 de agosto de 2012

El Último Encuentro, Sándor Márai (I)


Editorial Salamandra, julio del 2006, 188 páginas. Bien traducido del húngaro por Julius Xantus Szarvas.

Próximos a cumplir setenta y cinco años de vida, dos hombres que fueron grandes amigos en su juventud, que no se ven desde hace cuarenta y un años, se reúnen en la casa de uno de ellos para tratar unos asuntos importantes que ocurrieron en el pasado; asuntos que siguen pendientes, aunque hayan pasado todos esos años, relacionados con el amor hacia una misma mujer y la amistad que existió entre ellos.

Desde que empezaron su carrera militar en Viena, a finales del siglo XIX, había surgido entre ellos una intensa amistad, al estilo de aquellas que surgen entre los adolescentes. Cuando se conocieron, tenían diez años. En la Academia Militar dormían en camas contiguas. Desde el primer día supieron que su encuentro prevalecería durante toda su vida. Konrad, era un estudiante pobre, al que sus padres le pagaban su costosa educación a costa de renunciar a casi todo en sus vidas. Henrik, el otro, era hijo de nobles; con excepción de su época de estudiante vivida en Viena y del año de luna de miel en que viajó con su esposa por Europa y el Oriente, había vivido toda la vida en la mansión familiar. Conocía tanto su habitación que sabía que “había diecisiete pasos desde la pared del jardín hasta la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión”.

En aquella mansión también habían vivido sus padres. Su padre amaba la cacería en la misma medida en que su madre la detestaba. La condesa, madre de Henrik, “había prohibido que los cazadores entraran en la mansión; mandó que hiciesen desaparecer todo lo que recordase la caza… Fue entonces cuando el capitán de la guardia imperial mandó construir la casa del bosque…” Y después de trasladar todas sus armas y demás elementos se trasladó a vivir él, y sólo iba a la mansión a las horas de las comidas.

Konrad tenía un refugio adonde su amigo no podía seguirle: la música. “La escuchaba con la misma atención que presta un condenado en su celda al ruido de pasos que quizás lleven la noticia de su salvación. En esos momentos no oía a los se dirigían a él… En esos momentos Konrad no era un soldado”. Una noche, después de oír y ver a Konrad tocar la polonesa-Fantasía de Chopin, el padre de Henrik dijo: “Konrad nunca será un soldado, porque es diferente”.

Por influencias del padre de Henrik, los jóvenes pasaron los primeros años de servicio cerca de la corte, en una casa que les alquiló aquél cerca al Schönbrunn, en el barrio de Hietzing. A veces Konrad pasaba semanas enteras sin salir de la casa en horas de la noche; en parte por sus hábitos solitarios, en parte porque no disponía de dinero como su amigo que llevaba una agitada vida social. “Llegaba del mundo exterior, donde sonaba la música en los restaurantes, en las salas de baile, en los salones del centro de la ciudad, aunque se trataba de una música distinta de la que su amigo prefería. Esa música sonaba para que la vida fuera más placentera, más festiva, para que brillaran los ojos de las señoras… La música que Konrad prefería no sonaba para que la gente olvidara ciertas cosas, sino que despertaba pasiones, despertaba incluso un sentimiento de culpa, y su propósito era lograr que la vida fuera más real en el corazón y en la mente de los seres humanos…”

Es importante tener en cuenta todo el énfasis de Márai en decirnos que la música para ambos jóvenes tenía un significado diferente.

Aunque están viviendo lejos el uno del otro y llevan cuarenta y un años sin verse, algún día convienen una cita. Ese día la mansión es transformada. Las telarañas y el polvo que se habían acumulado durante años, son limpiados por la numerosa servidumbre; tal vez desde la época en que Henrik había estado casado nadie se había preocupado por ponerles flores en los jarrones ni limpiar cuartos y paredes con el mismo esmero con el que lo habían hecho antes. “La mansión había empezado a revivir en las últimas horas, como un mecanismo el que le hubiesen dado cuerda”… “Los objetos parecían recobrar el sentido de su ser”. Mientras dirige la operación de limpieza, Henrik está pendiente de que todo esté igual que hace cuarenta y un años.

—Ese sillón de cuero estaba a la derecha —observó.

—¿Qué quieres de ese hombre? —preguntó de repente la nodriza, que ya tiene noventa y cuatro años.
                 
—La verdad —respondió el general.   

Finalmente llega el invitado. Después de que se observan minuciosamente para ver qué huellas ha dejado en sus rostros el paso del tiempo, exclaman: “hemos pasado la prueba”.
Después de la comida, mientras se toman unos vinos, siguen conversando sobre la vida en el trópico que ha llevado Konrad desde que se fue de Viena; conversan sobre la guerra del 14, que Konrad pasó en Singapur, mientras que Henrik tuvo que participar en ella, puesto que todavía estaba de servicio. De repente Konrad pregunta:

—¿Cuándo murió Krisztina?

—¿Y cómo sabes que ella ha muerto? —pregunta Henrik.

—Si no está aquí sentada con nosotros, ¿en dónde más puede estar? Sólo en la tumba. ¿Hace mucho que murió?

—Ocho años después de que tú te fueras.

Henrik le pregunta a Konrad si tocó la polonesa-Fantasía mientras estuvo en el trópico. Konrad responde:

—No. Nunca he tocado nada de Chopin en el trópico.

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