lunes, 22 de marzo de 2010

Sobre Estanislao Zuleta (II)

2

Aquellos días del suicidio de Iván deben haber sido especialmente crueles para Estanislao, puesto que dieciocho años después, al calor de unas copas, por la forma como me preguntó algunos detalles de la suerte ulterior de aquél, inquirí que era la primera vez que se atrevía a tocar el tema.

El problema de Iván originó la desintegración del grupo padre y ésta la del resto de los grupos. Y yo, enamorado hasta la perdición de aquella dama, ¿a qué me aferraba? Había que seguir creyendo en algo. Como huérfanos, algunos nos seguíamos reuniendo de tarde en tarde en la casa de Fernando Viviescas. Otros de nuestros compañeros en ese momento se dedicaron a la marihuana, que estaba muy de moda.

Dos grupos frecuentábamos por aquellos días el hospital donde estaba recluido Iván. El de los más allegados al paciente, que permanentemente lo estaba rodeando, entre los cuales se encontraba la sicoanalista Beatriz Palacios, muy pendiente de las incoherencias del paciente y de impedir la entrada a los extraños. Los del otro grupo éramos los huérfanos, que aunque no teníamos acceso al paciente permanecíamos en una especie de sala que hacía parte de la habitación, pero estaba separada por una puerta. La puerta que controlaba la sicoanalista. Aunque no teníamos acceso al paciente, desde la sala escuchábamos sus incoherencias.
Curiosamente, al paciente no se le prestaba atención médica. Simplemente le pusieron dos motas de algodón en la entrada y salida de la bala, a la altura de la sien. Y probablemente porque no se le prestaba atención médica se pretendía llenar ese vacío con la atención sicoanalítica.
Fuera por agotamiento o por desesperanza, el hecho fue que en cosa de dos semanas las visitas al paciente disminuyeron ostensiblemente, aunque mostraba alguna mejoría. Y yo cada vez más enamorado y enfrentado al mayor vacío que he sentido en mi vida, puesto que el grupo había sido un refugio para nuestros temores y nuestra soledad, y un espacio para la esperanza; pasando unas noches tan crueles que no podía apagar la luz del cuarto porque me daba horror; con el fantasma del suicidio rondándome, como seguramente rondó a todos los del grupo por aquellos días; yo, pues, deshecho y sin piso, “sin sol y sin alero”, como quedó Casimiro, el campanero de la iglesia rural, del tuerto López, resulté siendo el principal acompañante del enfermo. Margarita, la esposa de Iván, perdió la mitad de su peso en el primer mes, y hubo un momento en que empezó a temerse por su vida. Sus padres, unos terratenientes de Córdoba, vinieron a Medellín. La madre se dedicó a la hija y el padre a investigar el caso de Iván. Él señor era delgado, de baja estatura, que unos años después murió trágicamente a manos de uno de sus trabajadores. Sus investigaciones rápidamente arrojaron resultados: simplemente todos los allegados a Iván éramos guerrilleros y conformábamos una célula del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y debíamos ser detenidos cuanto antes. Como toda mala noticia, ésta se difundió rápidamente. Junto con Fernando Viviescas y otros amigos, salimos para la región de La Pintada, en lo que denominábamos nuestra primera fuga política.

Entretanto Estanislao debía vivir un infierno. Entregado al alcohol, abandonado por sus amigos, sintiendo seguramente una gran culpabilidad y ahora vinculado al ELN debió apurar un trago muy amargo…

Como era lo usual por aquellos días, la Universidad permanecía cerrada la mayor parte del año, cosa que a mí me apenaba muy poco. En nuestro medio, se sostenía que la educación burguesa era un desastre, idea que a algunos nos cayó como anillo al dedo, puesto que ya desde los primeros años de bachillerato no dábamos pie con bola en ninguna materia.

Sin mayores obligaciones académicas, pues, de nuestra fuga política, que duró tres o cuatro días, sólo nos obligó a regresar a Medellín el magro presupuesto con que contábamos. No volvimos a visitar a Iván, ya que su suegro, en su obstinación de declararnos guerrilleros, contaba con el apoyo de la cuarta brigada del ejército.

Cuando supusimos equivocadamente que la persecución desatada sobre nosotros había terminado, Beatriz y yo fuimos a Robledo, en las afueras de Medellín, adonde habían trasladado a Iván, que mostraba, como ya he dicho alguna mejoría. Llevaríamos una hora de estar charlando con Margarita y otras damas que la acompañaban, cuando he aquí que tocan a la puerta y yo que era el que estaba más cerca, abrí. Un señor de ojos claros, de aspecto muy saludable, vestido con un traje de paño azul oscuro, me pasó una boleta y me dijo: ¡lea!

“Se presume que en esta casa hay un individuo secuestrado. El B-2 hará las pesquisas del caso”.
Sumamente asustado, le quise explicar a ese señor, que resulto ser un mayor del ejército, que estaba equivocado y que allí lo que había era un enfermo grave. Sin escuchar mis razones, les hizo señas a unos señores que estaban frente a la casa. Inmediatamente entraron con sus armas y nos pusieron a todos contra la pared y empezaron a requisar habitación por habitación. El mayor que dirigía la acción (u “operativo”, como dicen ellos) se mostraba muy complacido con lo que iban encontrando. Contra la pared, nosotros nos imaginábamos lo peor: armas, bombas y propaganda de la guerrilla.

Decía el mayor: “sólo falta el mimeógrafo”.

Creyendo que tener un mimeógrafo era un delito, nosotros temblábamos pensando que ya iban a encontrar uno. Finalmente no lo encontraron, pero quedaron satisfechos con lo hallado. Además, quedaban los interrogatorios de nosotros…

A las mujeres las llevaron a la cuarta brigada, a Iván al batallón Girardot y a mí a los calabozos del F-2.

A diferencia de las que vinieron después, en aquella época no estaba tan extendida la tortura y por tanto sólo había que temer una mala comida, una celda fría y unos compañeros de celda peligrosos. Así, pues, abrumado por la incertidumbre pero contento por la aventura que podría contar después, llegué a los benditos calabozos. Entramos a la oficina de reseñas, donde un individuo con un rostro aterrador me preguntó algunos datos y me tomó una fotografía, para la cual tuve que posar con un cartel colgado al cuello, que los hampones llaman “el escapulario”. De allí me pasaron a una celda que tuve que compartir con un hombre acusado de piratería terrestre.

Como supongo que harán todos los que se encuentran por primera vez en una celda, lo primero que hicimos nosotros fue contarle al otro la razón de nuestro encierro. A mi compañero, que se le veía bastante familiarizado con el ambiente, lo acusaban de haber participado en el robo de un camión cargado de electrodomésticos; cargo absolutamente falso, puesto que aunque él si había viajado en el camión y había ayudado a transbordar el cargamento, nunca se dedicó a averiguar nada, pues su oficio no era el de investigador, según sus propias palabras. A mi pregunta sobre si no le había llamado la atención que ese descargue se hiciera a altas horas de la noche, insistió en que él no era investigador.

De mi caso opinó que era el típico “gancho ciego”, algo en lo que se resulta involucrado sin tener ni arte ni parte, como él con el caso del camión; aunque si albergaba algunas dudas de mi inocencia…

A eso de las diez de la noche cuando se nos agotó el tema extendimos un periódico viejo en el piso y nos recostamos con intenciones de dormir. Mi compañero empezó a roncar a los pocos minutos, mientras que yo daba vueltas sin poder conciliar el sueño.

A eso de las doce de la noche abrieron nuestras rejas unos policías que estaban de turno y se llevaron a mi compañero, con el cuento de que tenían que hacerle unas preguntas.

El abrir y cerrar de rejas, los ecos de los pasos de los guardianes, alguna conversación lejana, el olor de una letrina cercana; en fin, todo aquello que es parte del ambiente carcelario, más lo que el sujeto que ha perdido su libertad sin estar acostumbrado, pone de sí, hacen perder el sueño y el apetito y nos crean un caos mental cercano a la locura. Era tanta mi desazón aquella noche, que a la sacada de mi compañero a una hora tan inusual, en la que no suelen trabajar los juzgados, no le presté la atención que debía. Empecé a comprender la gravedad del caso cuando regresó tres horas más tarde y me contó que lo habían llevado por una carretera hasta un sitio donde había un precipicio, y después de amarrarlo de las muñecas lo dejaban descolgar libremente. Y cuando él creía que lo habían soltado, recobraban la cuerda y lo subían para hacerle nuevas preguntas que él no sabía o no quería responder. Entonces lo dejaban descolgar nuevamente. A la tercera o cuarta vez se familiarizó con el juego y se quedó callado definitivamente, a pesar de que un policía le insistía en que debía colaborar con la investigación.
En prueba de lo que me contaba, me mostró las muñecas lastimadas.

Por fortuna, a mí no me sucedió nada parecido. A eso de las siete y media de la mañana me llevó un policía un buen desayuno que me enviaban de la casa de mi novia, que me produjo dos satisfacciones; de una parte, me llenó el estómago, y de la otra me hizo sentir acompañado. A las ocho me llevaron en un automóvil negro para la cuarta brigada. Allí me recibió un hombre de un poco más de 30 años, grueso, bien alimentado y extraordinariamente satisfecho de sí mismo; creo que tenía el grado de mayor o de capitán. Era el hombre que me iba a interrogar. Para sorpresa mía, el tipo era muy amable; puso a mi disposición un termo de café y una cajetilla de cigarrillos.

Después de haberme interrogado durante algo más de 2 horas y haber llegado a la conclusión de yo no tenía ningún vínculo con las guerrillas, llamó a un soldado y le ordenó que me dejara al sol, en la mitad de un patio. Y cuando consideró que estaba debidamente asoleado me dejaron en libertad condicional; lo que equivalía a seguirme presentando dos veces a la semana.

Salí sintiéndome un héroe para la casa de Beatriz. Las mujeres, entre las cuales se encontraba Yolanda González, la mujer de Estanislao, habían corrido con mejor suerte. De Robledo las llevaron a la Cuarta Brigada, y después de un interrogatorio breve las habían dejado en libertad.

1 comentario: