miércoles, 18 de agosto de 2010

"La hermana", de Sándor Márai



Hace poco terminé de leer “La Hermana”, novela del escritor húngaro Sándor Márai, relativamente bien traducida al español. Es el primer libro que leo de él. ¡Qué sorpresa más agradable! Como primero, la calidad de su prosa; tan buena, que algunos lo han comparado con Thomas Mann y Stefan Zweig. Pero, además, porque me extrañaba que un escritor de semejante talla fuera hasta hace poco tan desconocido. El libro fue publicado en 1946 y fue la última obra que Márai escribió en su Hungría natal, antes del exilio.

El libro empieza contando los extraños sucesos de los que es testigo el narrador mientras pasa una temporada de invierno en un pequeño hotel de montaña (“la tercera Navidad desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial”). Uno de los huéspedes, Z., había sido un famoso pianista, “el gran músico aplaudido unos años antes en las salas de concierto más importantes del mundo”. Pero ya no era sino la sombra de lo que había sido. El narrador había coincidido con él con cierta frecuencia en un exclusivo salón de una dama de vasta cultura. Según rumores, no comprobados y ya olvidados, Z. tenía alguna relación amorosa con E., la dueña de la casa.

Pero el narrador le había perdido la pista. Hacía un tiempo, Z. había dejado la vida musical sin que se conociera la causa de su retiro.

“Ya desde el primer momento de nuestro encuentro acertó, con el instinto propio de los músicos, en dar con un tono que me infundió la tranquilidad de estar hablando con una persona plenamente consciente de su destino y dispuesta a afrontarlo sin rebelión alguna, y nada me autorizaba a compadecerlo”.

Los “extraños sucesos” que he mencionado son, brevemente, la llegada de una pareja de cincuentones, cargada inusualmente de maletas, a los que el hostelero les destina la mejor habitación del hotel. Ella parece enferma. Sólo uno de los dos sale de su encierro, para escuchar las noticias de la radio, que sólo habla de bombardeos y muerte. Nunca dejan la habitación sola; y no hablan con los demás huéspedes. Tampoco bajan al salón comedor y siempre comen en la habitación. “Saltaba a la vista que algo les preocupaba y deprimía, tal vez el destino del mundo en general, tal vez algún secreto del mundo suyo particular. Se sentaban junto a la radio como si, cohibidos, esperaran noticias sobre alguna cuestión que sólo ellos conocían”.
Como el clima ha estado lluvioso y la neblina y el extremado frío no permiten que los huéspedes caminen por la montaña, todos permanecen en la sala, cerca de la chimenea. Todos los huéspedes se reúnen en el salón, menos la pareja de cincuentones. En algún momento aparece Z. y le dice al hostelero:

–Venga conmigo.

Y como el otro, sorprendido, no se mueve, Z. añade en tono quedo pero enérgico:

–Uno de ellos aún está con vida.

Se habían suicidado.

Todos los huéspedes suben en fila india las escaleras, detrás de Z. y el hostelero. Mientras sube, el narrador piensa: “tuve que volver a admitir que la materia prima de mi oficio, la palabra, no es un elemento tan imprescindible de la comunicación humana como a veces suponen los escritores cegados por el orgullo; en momentos críticos, la gente capta la esencia con muy pocas palabras o incluso sin ninguna”.
Curiosamente, después de estos sucesos, el tiempo cambia. Desaparece la neblina, cesa la lluvia y sale el sol. Los huéspedes salen a caminar por los senderos del bosque. Unos cazadores que no habían podido salir de cacería, ahora pueden hacerlo.
“En la montaña reinaba el silencio. El paisaje irradiaba la paz del claro de luna, de la nieve y los oscuros abetos. No sentía frío; tras los largos días de inactividad, las sensaciones puras circulaban reconfortantes por mi corriente sanguínea, como un sorbo de champán. ¿La realidad?, pensé. Pues así es la realidad. Aquel día la había visto en el hotel. Era banal y asombrosa, al mismo tiempo un folletín, una crónica policial y el giro de un relato, como cuando a la reina le sale barba y la bota da un paso de siete leguas. Escritor, a ver si aprendes a ser humilde, profundamente humilde, me dije. No sabes nada sobre los hombres, y tampoco sobre las fuerzas que los mueven y animan a vivir o morir. No sabes nada sobre el amor…”

En una de sus caminatas por el bosque, el narrador tiene una conversación más íntima y extensa con Z. Éste le cuenta que a raíz de una enfermedad que padeció a comienzos de la guerra dos dedos de su mano derecha quedaron paralizados. Y su carrera musical ha terminado.

Como es lo natural, el escritor quiere conocer más detalles del caso. Z. le dice que tiene un manuscrito de la época en que estuvo enfermo y hospitalizado en Florencia y que algún día se lo enviará.

Tiempo después, el narrador se entera por la prensa de que Z. ha muerto. La embajada de Suiza le hace llegar un manuscrito, diciéndole escuetamente que esa es la herencia que le ha dejado el pianista.

Curiosamente, el manuscrito no tiene ni comienzo ni fin. Tampoco viene acompañado de ninguna nota. Parece arrancado de un texto más extenso. ¡Pero qué manuscrito, Dios mío!

Resumiendo un poco, Z. nos cuenta lo siguiente. En plena Segunda Guerra es invitado a Florencia a dar un concierto. Antes de la ceremonia, en horas de la tarde, siente un desgarramiento interno que le produce fuertes dolores y le anuncia que algo grave está próximo a sucederle a su cuerpo. De momento, es sólo un presagio. Después de su actuación, lo hospitalizan. Pasa cuatro largos meses entre la vida y la muerte, padeciendo intensos dolores. Sólo la morfina logra mitigar sus dolores.

En sus momentos de lucidez, le viene el recuerdo de E., su amante, una mujer encantadora y culta, de la que ha estado muy enamorado. Es la esposa de un embajador famoso. Pero ese amor no ha podido materializarse porque E. es frígida. Inclusive, en sus conversaciones con el médico, éste le insinúa que ese amor sin esperanzas puede ser la causa de sus males. Porque muchas veces lo que nos enferma es la forma como vivimos.

Una noche, en medio del delirio que le produce la morfina, Z. escucha una voz femenina que le dice al oído: “no quiero que te mueras”. No es E. Es una de las tres monjas que lo cuidan. Esas palabras obran como un antídoto más fuerte que todos los que le han dado los médicos. Y en poco tiempo Z. recupera su salud.

En mi opinión, lo que hace el libro tan emocionante y tan bello son los diálogos, ya sea entre Z. y sus médicos y entre Z. y el narrador.

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