martes, 13 de abril de 2010

Estanislao Zuleta (VII)

He de confesar a estas alturas que mi entereza en ser amigo de Estanislao se debía más a lo literario que a lo político. Y sin temor a equivocarme me atrevo a afirmar que la literatura era también su gran pasión. A su vez, de las literaturas, si se puede usar la expresión ‘las’, la que amaba por encima de todas era la rusa. No sólo por el amor que tuvo por Dostoievski, su primera pasión, cuando era apenas un muchacho, sino por las características tan especiales que tiene esta literatura; que es popular, en el sentido de que ha tenido un público numeroso, adentro y afuera de su país. Una literatura que tuvo un Pushkin, un gran escritor popular que inspiró a todos los grandes que vinieron después. Una literatura con audiencia. Tolstoi, por ejemplo, fundó un movimiento.

Curiosamente, a uno de los últimos escritores que conoció fue a Pushkin. Comentándolo, decía: ¡qué prosa! Después de leerlo, ya uno se explica un Tolstoi, un Dostoievski, un Gogol.

Pero su gran amor era, pues, Dostoievski. Tenía un gran conocimiento de su obra. Un día, por tantearlo, le comenté algo de Netochka Nesvanova, una novela no muy conocida de Dostoievski, que Estanislao no había vuelto a leer desde hacía muchos años. Inmediatamente empezó a hablar de cada uno de los personajes y de la composición de la obra (que comienza de una manera sublime para terminar ramplonamente rosa), con un lujo de detalles que no había captado yo en dos lecturas recientes. Junto con las llamadas las cinco grandes novelas de Dostoievski, apreciaba mucho “Memorias del subsuelo”.
De los personajes de Tolstoi decía que aunque muchos de ellos eran condes o príncipes, vivían los mismos dramas que los estudiantes, las prostitutas o cualquiera de esos parias dostoievskianos. Mirando las fotografías de Tolstoi anciano, decía: “su figura parece la de un personaje del antiguo testamento”. Admiraba la extraordinaria vitalidad de este hombre que a los 60 años tenía que salir a galope por la estepa para mitigar los ardores de su cuerpo, que no le daban reposo; su temperamento fogoso, que a los 82 años le hizo escapar de su casa; su inaudita capacidad de trabajo, que le permitió sacar varias versiones de La guerra y la paz; su inmensa pasión por las mujeres, que se descubre fácilmente en las descripciones de Natacha Rostova, Ana Karenina, la princesa Bolkonski, etc. Además de sus grandes novelas, apreciaba mucho La muerte de Iván Ilich, obra a la que le dedicó unas lecturas comentadas en el Centro Sicoanalítico.
De Gogol, apreciaba mucho su cuento El Capote, “del cual venimos todos los escritores rusos”, según decía Dostoievski. Para mostrar la importancia de Gogol dentro de la literatura rusa, contaba con mucha emoción aquel pasaje de la vida de Dostoievski en el que Bielinsky, después de leer el manuscrito de Pobres gentes, exclama emocionado: “¡nos ha nacido un Gogol!” Según Estanislao, El Capote marca un hito en la literatura universal, puesto que por primera vez el personaje principal de una obra no es un héroe sino un pobre y oscuro personaje de oficina. En El Inspector insistía en que la mordacidad de Gogol no se debía entender como una crítica a la descomposición del Estado ruso de comienzos del siglo XIX, sino como una crítica a esa posición ante la vida que es el burocratismo, que todavía hoy se fue padeciendo y que es un tema inquietantemente actual y cercano a nuestras vidas.

A Chejov lo tenía entre los grandes. Sus cuentos los leyó y los releyó infinitas veces. Que recuerde, apreciaba mucho La sala número seis, La dama del perrito y Los campesinos. Recuerdo que alguno de nuestros compañeros en Medellín dijo en una ocasión que algún crítico consideraba a Chejov como un impresionista de la literatura, cosa que a Estanislao le molestó de una manera especial, puesto que –decía- esa comparación con la pintura no explicaba nada de la obra de Chejov. De su estilo, le impresionaba ese dejo de melancolía que está presente en todas sus páginas.

La primera vez que leyó Archipiélago Gulag, en Medellín, lo descartó rápidamente por derechista; más tarde en Cali dijo despectivamente que el sueño de Solzhenitsin era la restauración del zarismo. Y en el último año lo encarecía como un escritor de la talla de Tolstoi y Dostoievski. Decía que el Archipiélago no es una novela, pero en sus páginas se ve el vuelo de novelista que tiene el tipo.

No tengo muy presente su opinión sobre Gorki. Pero a este escritor le tocó defender el régimen, haciéndose el de la vista gorda con todos los desmanes, sus campos de concentración, purgas y demás. De Shólojov decía que escribía literatura estatal.
Con la llegada de la Perestroika, saludó la aparición en nuestro medio de Anatoly Rivakov y Vasily Grossman, de quienes decía que eran la prueba de que la tradición de la gran novela rusa que creíamos muerta por la revolución había sobrevivido a esa prueba.

De la literatura norteamericana resaltaba esa constante de la destrucción de sus mejores exponentes por el alcohol. Mencionemos en primer lugar a Poe. De él destacaba varios aspectos. Por ser éste un amante de la belleza clásica, su estilo es bastante depurado; en su temática, que es muy variada, sobresale siempre el amor por lo difícil, por todo lo que exija talento y elaboración. Auguste Dupin, uno de sus personajes, es un investigador nato; investigar es su único oficio. Y lo que más motiva su interés es lo que los demás ya descartaron por difícil, como en “Los crímenes de la calle Morgue” o “El misterio de Marie Roget”. Este último le gustaba mucho a Estanislao, en él se había basado para dictar un curso de lógica en la Universidad Libre de Bogotá.

A diferencia de la de Poe, la obra de Melville no ha llegado completa a nosotros. Ya en su vida había caído en el anonimato. Sus últimas obras no las entendieron sus contemporáneos. Su vida misma es bastante misteriosa: un amante de los viajes y las aventuras que termina los últimos 30 años de su vida encerrado en una oficina de aduanas. A pesar de todo, contamos con dos de sus mejores obras en traducciones excelentes: Moby Dick, en la traducción de José María Valverde, y Bartleby, el escribiente, en la traducción de Jorge Luis Borges. Creo que estas dos eran las obras de Melville que más le gustaban a Estanislao. Moby Dick se las recomendaba a sus hijos. Y es que esta obra extraña, tan bellamente escrita, llena de símbolos y alegorías, nos relata una aventura que tiene que ver con los fundamentos de nuestra existencia: la lucha por desprendernos de la madre, que es la lucha de Ahab contra la ballena blanca.

Aquí debo hablar de Faulkner, aunque confieso que jamás he podido leer completa una obra suya. Estanislao apreciaba a Luz de agosto como una de las joyas de la literatura universal. Un domingo, seguramente por casualidad, el diario El Tiempo publicó una de las últimas entrevistas que concedió Faulkner y El Espectador una a Gabriel García Márquez. Después de leer las dos entrevistas, nos dijo Estanislao:

-Vea la maldad que le hicieron a este hombre (García Márquez), dice que aprecia mucho a Faulkner, pero no a esos acartonados de Thomas Mann y Herman Hesse. Y en la otra entrevista dice Faulkner que los autores que más han influido en su obra son precisamente esos dos, ¡esos acartonados!
Nunca le escuché mayores comentarios sobre Hemingway ni sobre John Dos Passos, pero conocía la obra completa de ellos.

A Truman Capote, hombre del jet-set, homosexual y alcohólico, le reconocía talento, aunque su novela A Sangre Fría le parecía reaccionaria, porque hace aparecer a los asesinos como un par de “rayos caídos de un cielo sereno”, como decía Marx, y no como un producto de la descomposición de la sociedad norteamericana.

No creo equivocarme si digo que de la literatura francesa el autor que más apreciaba era Flaubert, y de éste la obra Madame Bovary. De algunos diálogos decía que eran el trabajo de un joyero, por la cantidad de pequeños detalles que una lectura desprevenida no capta.

Mencionemos también a Proust. No sé si alguna vez hizo una disertación sobre En Busca Del Tiempo Perdido, pero lo que sí puedo asegurar es que conocía esa obra al dedillo.

A propósito de esos extraños concursos literarios que hacen nuestras universidades, en los que se premia un proyecto de novela, decía que si Proust se hubiera presentado con su proyecto de En Busca Del Tiempo Perdido no habría tenido éxito, porque con sólo decir que en las primeras cien páginas un personaje iba a recordar las angustias que vivía por la noche, antes de dormirse, era suficiente para descartarlo.

Nunca pude saber qué tanto conocía Estanislao la obra de Balzac, en parte porque yo mismo no he sido muy conocedor de su obra. Pero si recuerdo que en Medellín le regaló a su hija Silvia los quince tomos de La Comedia Humana, en la traducción de Aurelio Garzón Del Camino, que él recomendaba como la mejor traducción de Balzac al castellano. Contaba que Eugenia Grandet había sido traducida al ruso por Dostoievski, y que era tan buena o mejor que la original en francés.

Pasemos a Kafka. Si Dostoievski fue el amor de su juventud, Kafka fue el de su madurez. El tipo recitaba párrafos enteros de La Metamorfosis, El Castillo y La Carta Al Padre. Y es que Kafka logró producir una obra bella y extraña a un mismo tiempo. A propósito de La Metamorfosis, nunca quise preguntarle a Estanislao cuál era su interpretación de esta obra, a sabiendas de que él tenía alguna. No lo hice porque quería encontrar por mi propia cuenta una explicación a la posición de este narrador que después de tener convertido en cucaracha al primer personaje sigue su narración más preocupado por la vida cotidiana de la familia que por la situación de este pobre ciudadano, que en su nueva condición es un muerto en vida.

Otro que estaba a esa misma altura en sus afectos, era Thomas Mann. Conocía con todo lujo de detalles su vida y su obra. Tenía tan en alto José y sus hermanos, que una vez le oí decir que todavía no había lectores para esa obra. De La montaña mágica decía que había cambiado su vida.

Pasemos a Borges, con el cual era un poco injusto. Le criticaba, por ejemplo, porque un bilingüe de su talla ha debido traducirnos a Shakespeare. También le molestaban sobremanera los “creo” tan frecuentes en sus relatos. Cito algunos ejemplos: “fue entonces, creo, cuando estuvieron a punto de irse a las manos…” (El otro duelo); “estaba, creo, algo nervioso…” (Guayaquil); “los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos…” (El informe de Brodie). Los consideraba una intromisión innecesaria del narrador en la narración. Miraba con cierto desdén el desprecio de Borges por García Lorca, de quien llegó a afirmar que era famoso solamente porque lo habían fusilado.

“En realidad –decía Estanislao-, son dos poesías muy diferentes: la de Borges es poesía pensada; la de García Lorca, espontánea, sentida. Pero ambos son buenos, en su género”. Pero todas estas consideraciones no significaban ni mucho menos que no pudiera gozar con esa prosa maravillosa de Borges en La historia universal de la infamia, especialmente con La viuda Chin, pirata u otros como Emma Zunz, La señora mayor (uno de los cuentos más bellos que este suscrito ha leído) o El Informe de Brodie.

De Shakespeare decía que es un caso único. Que se trata de un hombre sin altibajos; que tanto su poesía como su prosa se sostienen al nivel más alto. Y tenía un aprecio especial por Enrique IV.
Al mencionar el recurso de muchos autores de hacerles sufrir a sus personajes una suerte de la que ellos querían escapar, dijo en el homenaje a Thomas Mann: “…de la misma manera que Cervantes, ya a los 50 años, después de una vida fracasada, encarcelado, sin haber logrado ningún gran éxito, en lugar de oponerse a la muerte silenciosa por medio de una locura, arroja fuera de sí a la locura y la pone a pasear por el mundo como Don Quijote”. Ese era uno de sus temas preferidos, la escritura como redención. Se dolía de lo poco que se lee El Quijote en nuestro medio, “cuando –decía- hombres como Marx aprendieron castellano sólo para tener el gusto de leer este libro en su idioma original”. Él mismo lo leía sólo por el placer de escuchar la música de esta prosa; aquel discurso a los cabreros que comienza: “dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados…”, lo consideraba uno de los pasajes más hermosos del libro y lo recitaba de memoria.
Otro escritor que mencionaba mucho por su talento y por la calidad de su obra era Hermann Brock; un escritor tardío, que se vio obligado durante años a gerenciar una fábrica de textiles, heredada de su padre.
Entre los poetas que más estimaba se pueden citar Holderling, García Lorca y Baudelaire. Y entre los nuestros León de Greiff, que fue como un padre para él. Recuerdo que siempre que hablaba de la épica decía: “León de Greiff es épico en El relato de Ramón Antigua”. De Porfirio Barba Jacob decía que era extrañamente bueno, pero con muchos altibajos; que a veces dejaba traslucir el montañero que era y otras producía versos de la talla de Goethe, como en la Parábola del retorno, cuando dice:

“El agua de la acequia, alma de linfa pura
No pasa alegre y gárrula cantando su cantar
La acequia se ha borrado bajo la fronda oscura
Y el chorro blanco y fulgido ni riela ni murmura”.
En cuanto al “tuerto” López, puede decirse sin temor a equivocaciones que Estanislao fue una de las personas que más contribuyó a la difusión y al conocimiento de su obra poética. Por el año 1985 conocimos una tesis de grado sobre el poeta, escrita entre Margarita Fonnegra y Estanislao.

Temeroso de caer en el nacionalismo, se iba al extremo opuesto. La música colombiana era música “colombiosa”, en la que el “chingui, chirringui, chingui” era el único tema. De los narradores apreciaba a Carrasquilla y a Efe Gómez. No creo que haya conocido a nuestros narradores nuevos. Al menos nunca le oí algún comentario sobre alguno de ellos. Se alegró porque García Márquez recibió el premio Nobel, pero decía que su literatura era para turistas, y que cualquier colombiano se reconoce más fácilmente en un personaje de Dostoievski, enredado en toda clase de dramas, que en un Mauricio Babilonia, rodeado de mariposas.

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