viernes, 2 de abril de 2010

Sobre Estanislao Zuleta (IV)

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Llegó el año de 1973.

Finalmente me casé.

Muy interesado en que nuestro matrimonio funcionara, Estanislao nos habló de la crisis del matrimonio, crisis que la novelística venía denunciando desde el siglo 19 y nos recomendó leer con la mayor atención “Las afinidades electivas” de Goethe y “Ana Karenina” de Tolstoi.

En aquella época todavía era muy optimista respecto a las relaciones de pareja. Años después, hablando de un conocido común, me decía: “bien casado no está nadie (ningún hombre ni ninguna mujer), pero hay casos de casos, compañero…” Si, era muy optimista en aquellos días del 73; y todos sus amigos veíamos en su relación con Yolanda la relación ideal. Pero cuando todas las parejas cercanas a ellos se disolvieron, se vio que los días de ellos estaban contados; quiero decir como pareja. Nunca se lo pregunté, pero creo que su separación de Yolanda casi lo mata.

Nosotros leímos, claro está, con todo detalle las novelas que él nos recomendó, al igual que “La muerte de Iván Ilich”, otra de ésas que él calificaba como “de quitarse el sombrero”. Un tiempo después en Cali hizo una exposición de este libro, con toda clase de detalles, que apareció bajo el título “La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi”, del editorial Nueva Letra.

En ese año de que vengo hablando (1973) nuestra amistad se fue haciendo cada día más estrecha. Con alguna frecuencia nos tomábamos una buena dosis de ron, y Estanislao tomaba la palabra. Si estaba deprimido, cosa que solía sucederle con alguna frecuencia, presentaba su infancia como un drama terriblemente doloroso. Contaba que en el año 35, estando él de dos meses, su madre estaba en el antiguo aeropuerto de Techo, en Bogotá, esperando a su padre que venía de Medellín. En vista de que el vuelo tenía un retraso de dos horas, su madre, que era muy bonita (para desgracia de ella, según él), le preguntó a uno de los despachadores qué pasaba con el vuelo. Éste ya sabía que a la salida de Medellín el avión se había chocado con otro y que por supuesto el pasajero que estaba esperando la señora no iba a llegar nunca; y al verla tan bonita y tan esperanzada en la llegada del vuelo no fue capaz de decirle la verdad, y se le vinieron las lágrimas. Se trataba del mismo vuelo en que venía Gardel con sus guitarristas.

En ese ambiente, con su madre destrozada por el dolor, pasó él sus primeros dos años, que fueron los que ella pasó deprimida. Desoyendo todos los consejos, no se quiso volver a casar, lo cual empeoró el cuadro (para él), pues su madre era una mujer muy bonita y muy creyente.

En otras ocasiones, más optimista, pintaba el cuadro de su infancia con otros colores más alegres. Un señor Fernando Isaza, tío político suyo había sido su figura paterna. Inteligente y misántropo, Isaza tenía una bella finca en el oriente antioqueño, por los alrededores de Guatapé y El Peñol. Los bosques originarios estaban intactos y en las quebradas cristalinas abundaban las truchas. Allí pasaba él sus vacaciones, leyendo a Dostoievski y pescando. De madrugada salía a pescar a un pozo que formaba una quebrada cercana y cuando le llevaban un desayuno como para obispo, con el chocolate en un termo y una tortilla de cuatro o cinco huevos, él ya había sacado unas 20 truchas. En los montes también abundaba “el animal de pelo”, como denominan nuestros campesinos a los mamíferos del bosque. El señor Isaza y un viejo baquiano de la región organizaban de tarde en tarde unas partidas para cazar guaguas, a las que lo invitaban a él, en calidad de observador. En estas ocasiones, su mayor gusto lo extraía viendo el conocimiento que tenía el viejo baquiano de los hábitos del animal. Si se zambullía, el viejo sabía que iba nadando río arriba. Desesperanzado, el señor Isaza decía: ‘se perdió’. Y el viejo le respondía cuando ya remaban hacia arriba: ‘ella saca la naricita, don Fernando’. Y sacarla y morirse era una misma cosa, porque el viejo no perdía tiro con su escopeta.

Otras veces cuando había bebido presentaba sus primeros años con los colores más negros: víctima del asma, que siempre lo atormentó, abandonado por su madre, objeto de burla de sus compañeros, tímido con las mujeres y mil dramas. Pero en sus últimos días evocaba el cariño de unas tías que colaboraron activamente en su crianza; y una casa donde nunca hubo aprietos económicos. Una alimentación a base de carnes, huevos, leche, verduras y las mejores frutas que traían de la finca de Fernando Isaza. Y una nevera abastecida a la altura de su apetito, que nunca fue malo. Tampoco faltó un buen ambiente para la lectura de las obras de Dostoievski, que le dieron un sentido a su vida, haciendo del adolescente desadaptado y tímido un espíritu soñador, inquieto, sensible, con aspiraciones de grandeza.

¿Cómo transcurrieron sus años de estudio hasta cuarto de bachillerato, año en que se retiró? ¿Cuándo se fue de Medellín para Bogotá y a qué se dedicaba? ¿Su primer matrimonio? ¿Su militancia en el partido comunista? Todos éstos son vacíos que no aspiro llenar. “Una vida –decía él mismo- cuando es realizada está hecha de muchas muertes”. Y el que vivió esos episodios había muerto cuando yo lo conocí en el año 71. Ya era un hombre de 36 años, que había superado un divorcio, abandonado el partido comunista, fracasado en dos o tres grupos políticos más, que estaba embarcado en el experimento de educar a sus hijos por su cuenta y riesgo, por fuera de los colegios; que celebraba los meses y los días que llevaba viviendo con Yolanda; que había leído toneladas de libros y que había adquirido un nivel muy alto; que anhelaba un mundo mejor, y vivía y trabajaba para la revolución colombiana.

En el 72 o 73 ya no hablaba de la dictadura del proletariado, puesto que se preguntaba: ¿y sobre quién va a ejercer esa dictadura? Posteriormente, en los primeros años de la década del 80, abandonó la idea de toma del poder. Ya eran demasiado visibles los fracasos de los países llamados socialistas. Y en el último año, en que siguió paso a paso el desarrollo de la Perestroika, estaba de acuerdo con los que sostienen que el poder corrompe, independientemente de su origen, y se había vuelto partidario de la democracia.

Pero regresemos al año 73.

Ese mazazo que significó para la vida de Estanislao el suicidio de Iván, que le hizo abandonar por varios años la práctica del sicoanálisis, también le hizo perder la fe en los grupos de estudio. Y para ser francos, con él no se estudiaba; con él lo que se aprendía era que mirárase para donde se mirase había posibilidades infinitas, en todos los temas. Él no daba soluciones: abría puertas. A veces pienso que nosotros estábamos acostumbrados, sin saberlo, a la educación burguesa, que simplemente es un compendio de datos y no un sistema que enseñe a pensar.

Posiblemente, en consideración al grupo de amigos que lo rodeábamos en Medellín, nos propuso que creáramos un grupo literario, que funcionaba en su propia casa, pero sin su asistencia, que no consideraba necesaria ni conveniente. Recuerdo entre sus participantes a: Yolanda González, Silvia, José y Fernando Zuleta, Fernando Viviescas, Esperanza Álvarez, Luz Arango, Luís Fernando, Diego, Sergio y Beatriz García, Fernando Orozco, Ligia Teresa Peláez, Gabriel Jaime Alzate, Carlos Escobar, Jesús Dapena y el suscrito. No sé si en este momento, o más tarde, alguno de nosotros llegue a ser un gran literato (¡ya va siendo hora!); lo que sí puedo decirles es que esa fue una experiencia renovadora, en la que nos embarcamos con el mayor entusiasmo. De una manera, digamos, pedestre, nos internamos en el tema de la creación literaria. Nos metíamos en interminables discusiones. Intentábamos en esbozos de cuentos y de novelas. Con el mayor estoicismo, soportábamos la lectura de un nuevo pero extenso capítulo de “Sebastián y su señor”, de una novela que estaba escribiendo nuestro compañero Gabriel Jaime Alzate, que era preocupantemente prolífico por aquellos días. Cada semana nos tenía un capítulo nuevo. Nunca pude prestarle la debida atención, porque éste leía en un tono entre pendenciero y sobrador; era como si nos quisiera decir: “vean, pendejos: ustedes no han podido escribir un cuentico y yo ya escribo como Musil”. Y en realidad, el estilo y los temas parecían copiados de aquel autor.

Conteniéndose en su estudio, Estanislao seguía nuestras discusiones. Pero no intervenía. Era en la noche, cuando nos quedábamos a comer los más allegados, de puro abusivos, cuando él opinaba. Recuerdo una discusión muy acalorada sobre un escrito de Poe, donde éste hace aparecer la escritura de El Cuervo como un producto de la razón. Por la noche dijo Estanislao: “hombre, ése es un análisis a posteriori de Poe. En la escritura de un poema como ése juega un papel importantísimo la inspiración. El nocturno de Silva parece que es pura inspiración. Y si ya tenía la maquinita para escribir, ¿por qué no escribió más cosas como El Cuervo?”

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