lunes, 23 de abril de 2012

En la boca del lobo (III)



A finales de 1993, el bloque de búsqueda se acercaba cada vez más a Escobar. El jueves 2 de diciembre de ese año el capo llamó a su familia. Apenas terminó la conversación un comando fuertemente armado se apostó frente al edificio donde estaba con uno de sus guardaespaldas. En Cali, los guardaespaldas de Gilberto se lanzaron en sus autos y motocicletas, ondeando sus armas, celebrando la muerte de Escobar.

Por esos días Jorge completaba cinco años en el cártel. Pensando que la muerte del capo esa era la mejor disculpa para retirarse, le informa a Miguel de sus planes de regresar a su vida de antes. Pero éste le dice rotundamente:

—¡No, no y no!

Por esos días la viuda de Escobar fue citada por el cártel para discutir una jugosa indemnización por los daños que habían sufrido el cártel durante la guerra y por los enormes costos en que habían tenido que incurrir. La señora se presentó sola, para salvar su vida y la de sus hijos. Una hora más tarde salió de la reunión con los capos de Cali. Se veía cansada pero aliviada.

Con la muerte de Escobar mejoró el tráfico de la coca, y muchos capos se sentían contentos por ello. Pero el grupo de búsqueda se trasladó a Cali, y empezó operaciones contra el cártel a cargo de un coronel Velázquez, un soldado honesto que cumplía las reglas al pie de la letra; una curiosa excepción, dada la extraña propensión a cambiar información por plata, que se observaba en el ejército y la policía desde cabos y sargentos hasta generales.

Como los planes de los hermanos Rodríguez de llegar a una negociación con el gobierno de los Estados Unidos fueron archivados y las negociaciones con el fiscal De Greiff iban a paso de tortuga, se decidieron por un plan más audaz: comprar la presidencia en las elecciones de 1994. En esta operación el cártel puso seis millones de dólares; Pallomari llevaba un minucioso registro en sus libros. Pero con esa compra lo único que lograron los Rodríguez fue que el ojo de los Estados Unidos estuviera más atento con ellos. Cuando el escándalo se destapó, el candidato perdedor, Andrés Pastrana, le pidió a Samper que renunciara y el gobierno de los Estados Unidos amenazó con quitarle el apoyo económico al gobierno colombiano.

Entre todas las acciones que el bloque de búsqueda emprendió contra el cártel, hubo una que tuvo graves repercusiones: la toma de las oficinas de Pallomari. Aunque Salcedo le avisó con un día de anticipación, el acucioso contador no hizo nada; por el contrario, cuando lo detuvieron habló más de lo necesario. Por su actuación de ese día, los jefes empezaron a considerarlo como un hombre peligroso. Entre los objetos decomisados estaba el computador personal de Pallomari. Ese fue el primer gran golpe del bloque de búsqueda contra el cártel. En la reunión de seguridad se sugirió que mataran al contador, pero fue el propio Miguel el que salió en su defensa.

Por esos días en la embajada norteamericana hubo unos cambios que los señores de Cali no detectaron. Habían llegado Chris Feistl y David Mitchell, un par de agresivos agentes antinarcóticos que apenas sobrepasaban los treinta años. “Eran altos, rubios y tan evidentemente gringos que sus colegas temían por su seguridad en cualquier parte de Colombia”.

En junio de 1995, un grupo de policías al mando del coronel Carlos Barragán, que no era parte del bloque de búsqueda, encontró a Gilberto en su lujosa casa del barrio Santa Mónica, escondido entre un baño. Al día siguiente Miguel mandó a William, su hijo, a visitar a Gilberto. Éste regresó de Bogotá con un mensaje claro de su tío: el contrato de Pallomari con el cártel había terminado. Mejor dicho: había que liquidarlo. Por primera vez una orden de este tenor le es dada a Salcedo. “Jorge sintió que el círculo se cerraba. Lo habían contratado para dar de baja a Pablo Escobar y ahora le pedían que diera de baja a otra persona que se había vuelto una amenaza para el cártel”. Si se negaba, lo más seguro es que él fuera el muerto. Lo peor era que Pallomari no le simpatizaba en lo más mínimo. Un día después de sus rondas habituales se acercó a las cabinas de Telecom, en el centro de la ciudad. Llamó a un teléfono en el exterior. Una voz femenina le contestó: —Agencia Central de Inteligencia. Pero cuando éste le dijo que podía entregar al cártel de Cali, lo trató como a un demente y rápidamente lo despachó.

El sicario encargado del caso de Pallomari era César Yusti. Con algo más de treinta años, un metro con sesenta de estatura y poco atractivo físico, Yusti tenía una apariencia inofensiva; parecía más un oficinista gris o un vendedor de zapatos.

Pallomari, que no era tan despalomado como para no darse cuenta de que sabía demasiado y que eso no era bueno para él, se estaba escondiendo, pero no se había ido de la ciudad, porque allí estaban Patricia, su mujer, al frente de un negocio de computadoras, y sus hijos, menores de edad.

Días después son detenidos Del Basto y once hombres de su equipo de seguridad. La ola de paranoia que se despertó entre el numeroso personal adscrito al cártel tuvo muy ocupados a los sicarios. Tanta era la paranoia que el capo le escondía al jefe de seguridad la dirección de la casa donde dormía.

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